Por MARÍA DEL CARMEN ORTEGA
Hay recuerdos que dormitan arropados en mi memoria y que, al avivarlos, hacen dibujar en mis labios, una nostálgica sonrisa.
¡Qué lejos queda aquella etapa universitaria de esa chica, estudiante de Ciencias Empresariales en la Universidad de Málaga, en aquellos barracones!
Para estar cerca del Campus el Ejido, teníamos alquilado muy cerquita de la universidad, un piso en calle Padre Mariana, una calle pequeña y perpendicular a la calle Cristo de la Epidemia. Éramos cuatro chicas, dos estudiantes de empresariales y dos de informática. Un piso austero, sin muchos lujos y con lo justo y necesario para ejercer de estudiante becada. No me equivoco al confirmar, que corría el año mil novecientos ochenta y nueve, cuando iniciamos esta aventura.
No teníamos televisión en la vivienda que habíamos arrendado y me atrevo a contar una anécdota que quizás os pueda sorprender, en una actualidad nublada por la tecnología y la sobreinformación.
Cuando acaecieron las famosas y fatídicas inundaciones de ese año, además de contar con la gran suerte de que la zona por donde vivíamos no se inundó, os impresionará saber que no nos enteramos de nada, es decir, no supimos de las inundaciones producidas en Málaga en esa fatídica tarte, hasta casi llegada la noche. Hoy en día resultaría difícil de creer, pero no teníamos teléfono, ni televisor y aunque teníamos una pequeña radio que pertenecía a una de mis compañeras (y que sólo emitía algunos canales), por las casualidades de la vida, ese día no lo habíamos encendido. Y no fue, hasta que llegó el hermano de una de mis vecinas de piso, preocupado por saber de nosotras, cuando tomamos conciencia de todo lo que estaba pasando y la magnitud del desastre.
Ese día, el cielo dio comienzo a ese diluvio sobre el mediodía, finalizada las clases del día, cuando estábamos llegando al portal de nuestra vivienda. Solo teníamos dos ventanas que daban a la calle, el resto daban a un patio interior y si, observamos que la lluvia golpeaba con fuerza el asfalto en la calle, pero allí en ese pequeño rinconcito de Málaga, absorta en nuestros quehaceres diarios y con nuestras mentes sumergidas entre apuntes de contabilidad y economía, ni por asomo nos pudimos imaginar la dimensión de las riadas, que en esa tarde oscura y funesta bañaron las calles de Málaga.
Al asimilar con perplejidad, esa noticia tan inesperada, conectamos de inmediato la pequeña radio y nos unimos a la desazón de todos los malagueños, ante tal desastre. Recuerdo padres que no sabían de sus hijos, mujeres que buscaban a sus maridos, un horror… Yo soy de Álora, perota como nos dicen a los que somos de por aquí y mi localidad también fue una de las afectadas por ese aluvión. Así que nuestra preocupación, aunque tardía, fue doblemente alarmante.
Estos acontecimientos ocurrieron en nuestro primer año y he considerado pertinente comentarlo por la gravedad y la relevancia que tuvo en ese momento.
Dos años después, nos trasladamos a un piso en la calle Cristo de la Epidemia, encima del bar “El Caracol”, que pertenecía a los dueños del bar. Allí ponían un caldito de pintarrojas espectacular.
Dicho esto, me gustaría contaros un trayecto que a nuestro pesar hacíamos más de una vez a pie, cuando llegaban los fines de semana y volvíamos a casa. Para llegar a la estación había un autobús que se cogía en la calle Cristo de la Epidemia y te dejaba justo a las puertas de la estación del tren. Creo que era el número cinco o también llamado “Conde Ureña”, tardaba más o menos una media hora en hacer el recorrido, pero había veces que no llegaba a su hora y nos obligaba, mochila al hombro (bastante pesadas, por cierto) a hacerlo a pie, para no perder el cercanías que nos llevaría a nuestra localidad.

Y entonces, bajábamos hasta el Jardín de los Monos, en la que había muchos pájaros, pero mono, mono, no había ninguno. Su nombre se debe a que en otra época, sí que hubo en esa plaza, unas jaulas con monos para el deleite de sus vecinos.
Seguíamos cuesta abajo por calle Victoria, hasta la emblemática Plaza de la Merced. No puedo pasar por Calle Victoria sin contaros las veces que cenamos, los famosos camperos del “Panini”. ¡Estaban riquísimos! Ni podría dejar atrás la Plaza de la Merced, sin acordarme de los famosos cines Astoria y Victoria. En el Victoria vimos la oscarizada película “Bailando con lobos”, unas imágenes sensacionales, merecedoras de verse a través de la pantalla grande.
Desde la plaza de la Merced, nos sumergíamos en la transitada calle Granada, despidiéndonos antes de Picasso, al que teníamos la suerte de verlo siempre sentado en un banco, observando a las palomas, muy cerquita de su casa natal. Calle Granada nos recibía, con negocios por doquier donde las retinas de nuestros ojos se recreaban en los escaparates y nos hacían soñar con que algún día, con nuestra billetera quizás un poco más abultada, podríamos permitirnos algún que otro capricho. Dejábamos atrás la Iglesia de Santiago Apóstol, donde más de una vez acudí a sentarme entre sus bancos, encontrando calma y sosiego en el aroma de sus velas encendidas y entre sus místicas paredes.
Tomábamos aire en la Plaza de la Constitución, porque ya esa mochila hacía cada vez más presión sobre nuestros hombros y la cruzábamos para internarnos en la bulliciosa calle Nueva, sorteando los transeúntes que siempre aparecían congregados allí y que parecían formar parte de una postal que permanece inalterable en el tiempo.
Ya casi con la hora encima, podría asegurar que más que andar, volábamos por la Alameda principal y hacíamos maniobras de regate, con el fin de evitar chocar con algún viandante despistado. De lejos ya se veía el edifico de Correos que nos apremiaba, con sus persianas arqueadas, a que fuésemos un poco más deprisa.
Calle Cuarteles era un visto y no visto con el remate de un sprint final. Y ya casi con el asa de nuestras mochilas tatuadas en nuestra piel, despeinadas, con la ropa arrugada, empapadas en sudor, salíamos del tambor de esa lavadora particular, que era nuestro recorrido y llegábamos con el tiempo justo para subir al tren, como un trapo recién lavado y nos sentábamos en sus asientos para recuperar el aliento y la compostura.
Eso sí, una cosa os digo, ese camino de vuelta a casa, nunca lo olvidaré.
Y a pesar de que aquellos paseos eran momentos fatigosos, no ha hecho desmerecer que no haya cosa que más me guste, que recorrer mi Málaga a pie.
FOTOS: @malagaciudadmutante (En las imágenes, Calle Larios y el antiguo Cine Excelsior, de Calle Cristo de la Epidemia).
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