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El ángel del radio

Por PATRICIA LIBERTAD

Texto seleccionado en el Concurso de Relatos “El amor en los tiempos de la guerra”,  exclusivo para los Clubes de Escritura del Ateneo de Málaga Párrafos Atenienses y Atenea Inspira

Era muy temprano, el sol apenas había conseguido atravesar con sus primeros rayos el denso ambiente otoñal. Quizá hacía frío, probablemente era de esos días en los que la humedad calaba hasta los huesos, pero la mujer no sentía nada. Caminaba entre las tiendas de campaña, con su vestido de algodón blanco recogido para no llenarlo de las inmundicias que se amontonaban en los laterales. Su figura, medio espectral, medio humana, atraía la mirada de los soldados que descansaban fuera del hospital de campaña: sabían que era el ángel que los había arrancado de la muerte. En la unidad radiológica móvil, una destartalada furgoneta Renault reutilizada, otra mujer de blanco la esperaba. Habían llegado la noche anterior en respuesta a la llamada de auxilio que habían recibido en el Servicio de Radiología de la Cruz Roja Francesa.

—Señora Curie, ya está todo preparado.

Marie asintió con la cabeza y entró en el vehículo. El motor estaba encendido alimentando la dinamo que generaba la electricidad para hacer funcionar el equipo, el fragor mecánico inundaba el ambiente. Sobre la camilla había un muchacho que había abandonado hacía muy poco la infancia, sus piernas eran dos amasijos de carne ensangrentada, gemía con los ojos apenas abiertos. Marie se quedó junto a los mandos, mientras que su compañera, mucho más joven, pasaba la pantalla por el cuerpo del paciente.

El estado del chico era complicado, no hubiese sobrevivido si hubieran tenido que trasladarlo a un hospital más grande, pero ahora tenía una oportunidad. Por suerte para él y para tantos otros, Marie Curie había logrado fletar varias unidades radiológicas móviles con las que recorrer el frente y salvar vidas como la de aquel niño. Francia estaba consternada por las noticias que llegaban del frente, muchos jóvenes morían durante el traslado a hospitales por no poder tratarlos inmediatamente. Usar máquinas de rayos X para observar el interior del cuerpo y saber dónde estaba la metralla o qué hueso estaba roto era fundamental antes de intervenir, pero eran equipos caros y aparatosos que no podían llevarse hasta las trincheras. Marie se obsesionó con resolver este problema: recaudó fondos para comprar unidades de rayos X portátiles, consiguió vehículos ágiles y resistentes que pudiesen llegar a todas partes y los dotó con su propia fuente de alimentación. Aprendió a manejar los aparatos de rayos X; aprendió a conducir, mecánica básica y a cambiar ruedas; aprendió anatomía. Todo para poder hacerse cargo de su propia ambulancia radiológica. Además formó a un batallón de mujeres que se encargarían del resto de ambulancias. Todo eso pudo hacerlo manteniendo la cabeza fría, no podía permitirse derrumbarse, por eso evitaba implicarse emocionalmente con los pacientes.

Pero aquel muchacho la perturbaba. A pesar de que estaba prácticamente delirando, se la quedaba mirando fijamente y murmuraba sin parar, aunque sus palabras no llegaban hasta ella debido al motor.

—Señora Curie, este chico la está llamando. —Dijo la otra enfermera cuando terminó de radiografiarlo.

Marie se acercó a la camilla y el chico asió su brazo dejando otra huella de sangre en su uniforme.

—Marie, ayúdame, por favor…

Marie le cogió la mano.

—No te preocupes, todo saldrá bien.

—Ayúdame…

El chico no fue capaz de articular ninguna otra palabra y poco después vinieron a llevárselo. Durante toda la mañana estuvieron atendiendo soldados heridos, aunque ningún otro marcó tanto a Marie, había dejado otra huella de sangre en su corazón. En cuanto tuvo un momento se acercó al hospital de campaña para buscarlo. Al acercarse a su catre, vio que habían limpiado sus heridas y que estaba despierto y más tranquilo, seguramente por el efecto de algún analgésico. Al verla sus labios dibujaron una leve sonrisa.

—Marie, has venido a verme…

La mujer se acercó y le cogió la mano que le tendía.

—Hola, chico. ¿Cómo te encuentras?

—Mejor, porque sé que tú podrás ayudarme, ¿lo harás, verdad?

—Claro, haré lo que pueda. Hemos localizado los trozos de metralla de obús de tus piernas, en breve podrán operarte y volverás saltando a tu casa.

—No me refiero a eso. Sé que voy a morir, pero necesito mandar una carta, por favor, ¿la escribirás por mí? Por favor, Marie…

—¿Me conoces?

—Claro, eres Marie Curie, yo… —El chico cerró los ojos con expresión de dolor. —Yo… —Volvió a abrir los ojos. —Soy estudiante de química. Mi sueño era investigar en el Instituto del Radio. Contigo. Quería investigar con la única persona que ha ganado dos premios Nobel. Eres…—Su respiración se estaba acelerando, pero sonreía. —Mi inspiración.  —Cerró otra vez los ojos.

—No te inquietes, chico, te pondrás bien y podremos hablar en otro momento.

Marie no fue capaz de soltarle la mano. Había visto a tantos chicos como él… Los había atendido a todos y había hecho por ellos lo mejor que podía, pero al parecer este la necesitaba de otra forma. Acababa de adoptar a un paciente. Parecía tan joven… Se acordó de su querida hija Irene, tan dulce e inteligente, que acababa de cumplir 18 años en otro hospital de campaña. Los ojos del muchacho volvieron a abrirse.

—¿Escribirás la carta por mí?

Marie no podía negarse, así que sacó las hojas que guardaba para escribir a sus hijas, ellas lo entenderían. El muchacho le dió una dirección de París a la que tenía que enviar la carta y luego empezó a dictar:

Querida madre:

Te escribo esta carta desde mi lecho de muerte. A ratos me parece oírte cantando, moviéndote por la casa, y creo que en cualquier momento vas a acercarte a mi cama, levántate gandul, me dirás. Siento no haber sido el hijo que mereces, siento haberte dejado sola. No sé qué clase de locura me hizo pensar que esta guerra era mi oportunidad de vivir una aventura, de conseguir fortuna, de exprimirle a la vida hasta su último jugo. Aquí solo hay muerte, terror, dolor, miseria, lo peor del ser humano condensado en el mayor de los horrores. Tú trataste de decírmelo, madre… Mamá. Te quiero, mamá. No sufras por mí, no estoy solo ahora, un ángel cuida de mí y te hará llegar estas palabras.

Adrien.

El muchacho calló, había perdido el conocimiento tras pronunciar su nombre. Marie se quedó allí sentada, llorando todas las lágrimas que se le habían ido acumulando. No podía creer que siguieran quedándole después de todo lo que había pasado, pero ahí estaban, recorriendo su cara, guiadas por la gravedad, buscando el suelo. Perdió la consciencia del tiempo y no volvió en sí hasta que entró la otra enfermera.

—Señora Curie, ya se ha quedado libre la sala, van a operarlo.

Marie se levantó mientras borraba el rastro de lágrimas de su cara y empezó a preparar al paciente. Sentía latir la pena negra que dormía en su corazón desde el día en que un amigo le comunicó que Pierre había muerto. Marie cerró los ojos. Sospechaba que esa cicatriz deforme siempre estaría ahí, por mucho que siguiera viviendo, por mucho que volviera a enamorarse. Si te arrancan un brazo, el dolor persiste aunque tengas otro. ¿Cómo se sentiría esa madre al recibir la carta de su hijo? ¿Cómo se sobrevive sabiendo que otro ser humano te ha arrebatado lo que más quieres? ¿Cómo sobrevives con ese horror? No, Marie no podía enviar esa carta, no todavía. Si el chico moría, ella misma iría a verla y le entregaría la carta en mano, pero si vivía, entonces él le diría a su madre cuánto la quería.

VOCALÍA ACCIÓN LITERARIA

1 Comment

  • Mª Asunción Cabello López
    22/06/2022

    Estupendo relato que muestra a una figura legendaria que tanto bien ha hecho a la humanidad!!

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