Por ALEJANDRO RUIZ
El tiempo es ese infame capaz de dotar de sentido lo vacío. Basta recordar las horas muertas de mi infancia para comprender que el sentido de los actos está ligado ineludiblemente a esa cuenta atrás que es nuestra vida. Me aburro. Dime qué puedo hacer. Resulta extraño y evocador recordar estas palabras repetidas durante aquellos veranos eternos de mi infancia que parece se extinguieron. Ya nada es lo mismo, desde luego. Yo tampoco. No me puedo quejar. He cumplido mi deseo de viajar por todo el mundo. He recorrido a pie las arenas rojas del Uadi Rum, he subido al Machu Pichu, al Copiapó, y a Namche Bazaar, la puerta del Himalaya. He visto atardecer sobre los tejados azules de Santorini, me he emborrachado por las calles de la Habana vieja, me he bañado en las aguas turquesas de Isla Mauricio, he recorrido el mercado flotante de Bangkok y la arena blanca de Ipanema. He conocido los rincones más fascinantes y alejados, desde las increíbles auroras boreales a la insólita Tierra de Fuego, pasando por las grandes urbes yanquis, la asombrosa naturaleza del continente indiano y la cultura inabarcable que impregna a nuestros hermanos de Latinoamérica. Me he rendido a la magia salvaje de África, a la cultura milenaria de la anciana Europa, al exotismo de oriente, a la espectacular e inigualable Australia. Viajar ha sido mi vida cuando la vida me lo ha permitido. He visto lo que muchos sueñan ver, he comido lo que tantos jamás probarán, me he bañado donde siquiera los más osados soñarían hacerlo. Ya no me aburro. Siempre sé adónde iré después de esa escapada que aún no he realizado. Cada puente es una puerta a un nuevo viaje. La longitud del puente determina la distancia a recorrer, la duración de la huida. Los puentes te llevan a ciudades, los acueductos a rutas excitantes, las vacaciones a lugares remotos. Pero los planes se acumulan y los puentes y acueductos me miran a los ojos riéndose de mí.
Me aburro. Qué puedo hacer. Esta tarde han regresado estas palabras a mi boca, como antaño, como cuando el quince de septiembre era sinónimo de eternidad. Y es que para alguien como yo un confinamiento es sinónimo de muerte en vida. Pero el silencio es caprichoso, la urgencia abotarga los sentidos y la calma dispara la memoria. Tras meses encerrado, tras un verano de escapadas eventuales, el puente de diciembre, el puente de los puentes, luce sus derrumbes ante el corcho en el que marco los rincones que me faltan por pinchar. Y en sus ruinas, por sorpresa, ha crecido el ruido, el runrún de aquel viaje a Córdoba cuando la inocencia y la confianza aún no eran peladuras de la vida. Levantarse bien temprano, cuando la noche aún ignora su epitafio, subir al coche de papá bien apretados y coger la carretera nacional (por entonces no existía la autovía) rumbo norte, noche adentro, entonando ese se puede adelantar o no se puede adelantar con que papá nos enseñó a distraernos y a conocer cada señal que dejábamos a un lado. Ese desayuno en una venta de manteca colorá con lomo que ya no me sabe como entonces, esos churros o ese helado, sin venir a cuento y bienvenidos, en el rincón más fortuito. Esa Mezquita y sus arcos increíbles, esas callejuelas tortuosas y empedradas, ese olor a azahar y ese almuerzo con bocatas en un parque con columpios. Y quien dice la Mezquita dice la Giralda, o la Alhambra. Porque un domingo cualquiera podía ser el puente de los puentes cuando la vida era más vida, cuando los bocados sabían a victoria y una coca cola fría era una fiesta por sí misma.
Miro el corcho en la pared y apenas queda espacio para otro alfiler más. Me vienen a la mente los lugares, las risas, los paisajes y las emociones que he vivido a lo largo y ancho de este mapa inmenso (para algunos) y finito (para aquellos, como yo, que hemos desentrañado sus hilos sin perder una puntada). Pero no hallo esa fascinación, ese arraigo que me acompañaba aquellos años de mi infancia. Nunca ha habido viajes como aquellos, nunca he disfrutado tanto como entonces de salir allende los muros de mi casa como cuando un simple y mundano domingo se convertía en un acueducto. Quizás el tiempo olvide sus reglas en algún rincón de la niñez; y la conciencia y la experiencia nos roben ese modo de mirar la vida más allá de la distancia y la extrañeza.
Exploro, pues, en este puente de los puentes, el lugar más lejano que jamás he visitado. Recorro el rastro de mis luces y desbrido el rumbo de mis sombras ocultadas tras un corcho con la prisa de esa última llamada para un vuelo que nunca partió porque siempre estuvo debajo de ese puente, de este puente que conduce a la memoria.
TEXTO SELECCIONADO EN EL CONCURSO ESPECIAL DE RELATOS “EL PUENTE”
Vocalía de Acción Literaria del Ateneo de Málaga