Por JUAN RAMÓN VALENZUELA
Lo único que mi madre me contó de la Guerra Civil es que yo nací en un bombardeo. Nunca me mencionó su hazaña, ni siquiera una anécdota o una lágrima. Supongo que ella esperó su momento para contármelo o el mío para escucharlo. Fue el 10 de febrero del 2002, el día que cumplí sesenta y cinco años y me jubilé.
Hacía más de un año que ella vivía conmigo, una caída le produjo la rotura de la cadera y tuvo que pasar por el quirófano. Desde ese día no quise que se quedara sola y la traje conmigo. Al principio estuvo más reticente, ella fue muy independiente y ver que su movilidad se había reducido hasta depender de una silla de ruedas le costó acostumbrarse, y a mí acostumbrarme. Aun así, las dos estábamos tranquilas por tenernos.
Durante ese periodo nos unimos y también discutimos más que nunca; «este pack lleva un regalo sin ticket de devolución».
«A los quince años te tuve y hoy te voy a dar tu primer regalo».
Esa fue la primera frase que me dijo el día de mi cumpleaños. Me pareció la señal de los primeros síntomas de la demencia: ¿mi primer regalo? ¿De quién? Sé que a mi padre lo mataron cuando tenía dieciocho años, nunca lo conocí, fue antes de que yo naciera.
Me levanté y fui hacia el baño como si no la hubiese escuchado, ella se marchó a su habitación y comenzó a maquillarse, signo claro que quería salir y que seguía tan lúcida como siempre.
—¿Quieres que salgamos para celebrarlo? —dije animada viéndola a ella.
—Sí, y echa gasolina, nos espera un camino largo a Málaga —contestó feliz como si fuese ella quien cumplía años.
Desde que me tuvo sé que nunca volvió, nosotras vivíamos en Almería, así que hacer más de 200 kilómetros de carretera no era el mejor plan para un día tan señalado. ¿Pero quién le podía decir que no?, solo una como yo, que no paraba de trabajar y que a partir de ahora tenía todo el tiempo del mundo para cambiarlo.
Me señaló que cogiera la salida de la Araña para adentramos en una playa que le dicen el Peñón del Cuervo. La miraba de reojo por si todo era una broma y lo que me esperaba era una fiesta sorpresa, pero no, mi madre estaba seria intentado recordar el paisaje, alguna pista que nos llevara a algún sitio.
—No podemos seguir con el coche?
—No, mamá, todo esto lo están reformando; parece un camino viejo.
—Tendrás que llevarme entonces en la silla.
—¿Adónde mamá?
—Ya te lo diré cuando lo vea.
Bordeando la playa y parando cada pocos metros, comenzó a decirme que los barcos alemanes bombardeaban a todos los que iban y que en medio de todo aquello se puso de parto. Era una niña, no sabía ni lo que era romper aguas, ni cortar el cordón umbilical.
—¿Ves aquel hueco en la roca? —me dijo—, pues eso lo hizo un cañonazo. Allí, en lo alto, ¿notas como al montículo de tierra le falta un trozo? Pues eso fue otro cañonazo.
Estaba mirando todo aquello y no daba crédito, su testimonio era la descripción de un bombardeo sesenta y cinco años antes.
—¿Entonces yo nací aquí, en este campo de batalla?
—No fue un campo de batalla, fue una carnicería sobre gente indefensa, «la desbandá», así nos llamaron.
—Mi cuna ¿está aquí?
—No queda mucho para encontrarla.
Me describió los muertos desparramados por la carretera. A uno le quitó los pantalones y los calzoncillos, este último se lo puso por encima de su vestido y me metió dentro para no cargarme sobre sus brazos. En Almuñécar, un cura republicano que estaba en la caravana me bautizó en la playa con agua salada. Comió raíces, hierba seca y chupaba piedras de la orilla para aliviar el hambre y así no me faltaría leche. Se abrigaba junto a otras mujeres apiñadas para no pasar frío, con el miedo metido en el cuerpo de pensar que mañana no vería el sol y que no pudiera salvarme. Había kilómetros que tenía que ir salteando a los muertos. Tres semanas, eso fue lo que tardó en llegar a Almería, una caravana de mujeres, niños, ancianos y enfermos, sin apenas hombres, al ser alistados.
—Y no fui la única, muchas mujeres como yo dieron a luz en la carretera, descalzas, llenas de harapos enfrentándose a las bombas y cañones, dando la vida mientras otros a su lado morían. ¡Allí está! —me señaló una pequeña cala de escasos dos metros de ancho y otros tantos de largo de difícil acceso— Tendrás que bajar tu sola.
Bajé con algo de dificultad y me tendí en la orilla: «aquí fue donde nací» Las olas me bañaron, pero no me importaba, nunca había estado en algún sitio que me sintiera parte de aquello; esa era mi cala, mi cuna de piedra, y lloré de felicidad.
—Justo detrás de ti hay un hueco entre dos rocas, es triangular. ¿Lo ves? —me gritó desde arriba.
—Lo veo.
—Mete la mano y alcanzarás una piedra oscura plana como un pie de grande.
La saqué y en ella estaba escrito el primer regalo que me hizo mi madre:
Aquí nació mi niña 10-02-1937
TEXTO SELECCIONADO EN EL CONCURSO ESPECIAL DE RELATOS POR EL “DÍA INTERNACIONAL DE LA MUJER”
Foto: HAZEN SISE
Vocalía de Acción Literaria del Ateneo de Málaga
Me ha emocionado. Gracias
Una maravilla de relato. No hay que olvidar, nunca. Me ha emocionado y hecho sentir que esta memoria es más necesaria que nunca.
Duro y tierno, emocionante al fin. Enhorabuena