Rebecca Solnit analiza diferentes cuestiones en este ensayo como por qué la historia del silencio está indisolublemente ligada a la historia de la mujer
Hace unos años di una conferencia sobre Virginia Woolf. Durante el turno de preguntas que siguió a mi intervención, el tema que más parecía interesar a un buen número de personas era el de si Woolf debió haber tenido hijos. Respondí a la pregunta con gran diligencia, señalando que Woolf al parecer habría considerado la posibilidad de tener hijos al principio de su matrimonio, después de ver la alegría que sus sobrinos proporcionaban a su hermana, Vanessa Bell. Sin embargo, con el tiempo Woolf terminó juzgando la reproducción como algo insensato, tal vez debido a su propia inestabilidad psicológica. O quizás, sugerí, quería ser escritora y dedicar su vida al arte, algo que hizo con un éxito extraordinario. En la charla había citado, para satisfacción de los asistentes, su descripción de matar «al ángel de la casa», la voz interior que les dice a las mujeres que se conviertan en abnegadas siervas de la domesticidad y el ego masculino. Me sorprendió que haber abogado por estrangular el espíritu de la feminidad convencional condujera a esta conversación.
Lo que tendría que haber dicho a aquella audiencia era que nuestra indagatoria acerca del estado reproductivo de Woolf era una desviación sin sentido y soporífera de las magníficas cuestiones que su obra plantea. (Creo que en algún momento dije: «¡Al carajo toda esta mierda!», lo que acarreaba el mismo mensaje general, y di por zanjada esta discusión). Al fin y al cabo, muchas personas tienen bebés, pero solo una escribió Al faro y Tres guineas, y lo cierto es que estábamos hablando sobre Woolf por esto último.
Estaba lo bastante familiarizada con esta clase de preguntas. Hace una década, durante una conversación que se suponía que tenía que girar en torno a un libro que yo había escrito sobre política, el hombre británico que me entrevistaba parecía empeñado en que, en vez de hablar sobre los productos de mi mente, debíamos hablar sobre el fruto de mis entrañas, o la ausencia de frutos. En el escenario me agobiaba con preguntas sobre por qué no tenía hijos, pero daba la impresión de que ninguna de las respuestas que yo pudiera ofrecer le satisfacía. Su postura parecía ser la de que yo debía tener hijos, que era incomprensible que no los tuviera, de modo que tuvimos que hablar sobre por qué no los tenía en vez de sobre los libros que sí tenía en mi haber.
Al bajar del escenario, la publicista de mi editorial escocesa (una chica menuda, de veintitantos, con bailarinas de color rosa y un bonito anillo de compromiso) fruncía el ceño con furia. «A un hombre nunca le haría esas preguntas», escupió. Y tenía razón. (Ahora soy yo quien usa esta frase, formulada a modo de pregunta, para ponérselo difícil a algunos de los que me hacen preguntas: «¿Le preguntarías esto a un hombre?»). Tales preguntas parecen derivarse de la idea de que no hay mujeres, es decir, el 51 por ciento de la especie humana, tan diversas en sus necesidades y tan misteriosas en sus deseos como el otro 49 por ciento de la población, sino solo Mujer, que debe casarse, reproducirse y dejar que los hombres entren y los bebés salgan, como si fuese un montacargas de la especie. En rosa y un bonito anillo de compromiso) fruncía el ceño con furia. «A un hombre nunca le haría esas preguntas», escupió. Y tenía razón. (Ahora soy yo quien usa esta frase, formulada a modo de pregunta, para ponérselo difícil a algunos de los que me hacen preguntas: «¿Le preguntarías esto a un hombre?»). Tales preguntas parecen derivarse de la idea de que no hay mujeres, es decir, el 51 por ciento de la especie humana, tan diversas en sus necesidades y tan misteriosas en sus deseos como el otro 49 por ciento de la población, sino solo Mujer, que debe casarse, reproducirse y dejar que los hombres entren y los bebés salgan, como si fuese un montacargas de la especie. En el fondo, estas preguntas no son más que afirmaciones de que quienes nos imaginamos a nosotras mismas como personas individuales que trazan sus propios caminos estamos equivocadas. Los cerebros son un fenómeno individual que produce una gran variedad de productos; los úteros únicamente producen un tipo de creación.
Resulta que son muchas las razones por las que no tenemos hijos: el control de natalidad se me da muy bien; aunque me encantan los niños y adoro ser tía, también me encanta la soledad. Fui criada por personas antipáticas e infelices, y no he querido ni replicar cómo me criaron ni crear seres humanos que pudieran sentir por mí lo mismo que yo he sentido a veces por mis progenitores; el planeta es incapaz de sostener a más gente del primer mundo, y el futuro es harto incierto; y porque realmente quería escribir libros, y el modo en que lo he hecho responde a una vocación que ha consumido gran parte de mi tiempo. No soy dogmática con relación a la cuestión de no tener hijos. Si las circunstancias hubiesen sido otras, quizás hubiera tenido, y habría estado bien… igual que lo estoy ahora.
Algunas personas quieren tener hijos pero no los tienen por diversas razones privadas, médicas, emocionales, financieras, profesionales; otras no quieren tener hijos, y esta es una decisión que no incumbe a nadie más que a ellas. Solo porque sea posible responder a la pregunta no significa que nadie esté obligado a contestarla, o que se deba preguntar. La pregunta del entrevistador me resultó indecente porque asumía que las mujeres deben tener hijos, y que las actividades reproductoras de una mujer eran, naturalmente, un asunto público. Pero lo fundamental es que la pregunta daba por supuesto que las mujeres solo pueden vivir de una única forma correcta.
No hay una buena respuesta para la pregunta de cómo ser mujer
No obstante, incluso decir que solo se puede vivir de una única forma correcta podría significar que estamos planteando el caso con demasiado optimismo, dado que la actuación de las madres se considera constantemente deficiente. Se puede tachar a una madre de criminal por haber dejado a su hijo solo durante cinco minutos, incluso si el padre del niño lo ha dejado solo durante varios años. Hay madres que me han contado que tener hijos hizo que las trataran como ganado bovino carente de intelecto que no debía ser tenido en cuenta. Conozco a muchas mujeres a las que se les ha dicho que no se les puede tomar en serio profesionalmente porque en algún momento se marcharán para reproducirse. Y se presupone que muchas madres que sí han triunfado en la esfera profesional están descuidando a alguien. No hay una buena respuesta para la pregunta de cómo ser mujer; el arte quizá pueda residir en cómo rechazamos la pregunta.
Hablamos de preguntas abiertas, pero también hay preguntas cerradas, preguntas para las cuales solo existe una única respuesta correcta, por lo menos para quienes las hacen. Son preguntas que nos empujan dentro del rebaño, o que nos muerden por apartarnos de él, preguntas que contienen sus propias respuestas y cuya aspiración es la imposición y el castigo. Uno de mis objetivos en la vida es convertirme en una persona verdaderamente rabínica, ser capaz de responder a preguntas cerradas con preguntas abiertas, poseer la autoridad interna de actuar como una buena guardiana cuando se acerquen los intrusos y, como mínimo, acordarme de preguntar: «¿Por qué preguntas eso?». He descubierto que esta es siempre una buena respuesta para una pregunta poco amigable, y lo cierto es que las preguntas cerradas tienden a ser poco amigables. Pero el día que me interrogaron sobre por qué no tenía hijos, me tomaron por sorpresa (y con un gran desfase horario), y por eso me quedé pensando: ¿por qué nunca nos libramos de estas preguntas tan predecibles?
El silencio es oro, o eso me enseñaron cuando era joven. Más tarde, todo cambió. El silencio equivale a la muerte, gritaban en las calles los activistas queer que luchaban contra el abandono y la represión que existían en torno al sida. El silencio es el océano de lo que no se ha dicho, de lo inmencionable, lo reprimido, lo erradicado, lo nunca oído. Rodea las islas dispersas formadas por aquellos a los que se les permite hablar, y por lo que puede decirse y por quién escucha. El silencio ocurre de muchas formas y por muchas razones. Cada uno de nosotros tiene su propio mar de palabras no expresadas.
La lengua inglesa está llena de palabras coincidentes, pero, a efectos de este ensayo, consideraremos el silencio como lo que se impone y la quietud como lo que se busca.
Extracto del libro “La madre de todas las preguntas”, CAPITÁN SWING LIBROS; N.º 1 edición (8 febrero 2021). Traducido por Lucía Barahona.
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