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BOQUERONES A LA DERIVA: Almería

Después de varios meses recibiendo vuestras derivas, continuamos con la difusión de las propuestas seleccionadas. Turno para uno de los tres ganadores del concurso de relatos que quedaba pendiente de publicación

Por MANUEL GARCÍA BORREGO

La vi por primera vez en mi primer año de carrera, una tarde en la que había quedado con mis compañeros de clase para hacer una moraga en el Peñón del Cuervo. Recuerdo bajar del autobús, empezar a buscar desde la parada alguna manera de bajar a la playa y sentir una presencia extraña respirándome en el cogote. Al girarme allí estaba, al otro lado de la carretera, alta, hermosa y, como siempre, indiferente a mí: la enorme fábrica de cemento de La Araña, envuelta en una neblina grisácea y inexplicable en un día de verano radiante. Pero alrededor de aquel monstruo de hierro que desprendía un aura densa, misteriosa y distinta la meteorología parecía no obedecer las reglas de la naturaleza. No le di mayor importancia porque mi mente aún estaba ocupada intentado descifrar cómo bajar a la playa; es hoy cuando me doy cuenta de hasta dónde me marcó aquella primera impresión que aún no he podido olvidar.

La noche con mis colegas fue bien. Bebimos, supongo que también cenamos —es la única parte de esta historia que soy incapaz de recordar tantos años después, pero imagino que en algún punto alguien se ocupó de la barbacoa— y nos lo pasamos espectacular, como cualquiera en una fiesta de primero de carrera. En un momento dado, ya bien entrada la noche, me aparté del grupo con una tajada considerable y me tumbé en la toalla a mirar el cielo y reposar un poco el alcohol. Fue entonces cuando tomé conciencia de que allí seguía la fábrica de cemento, ahora con las luces encendidas, emitiendo esos sonidos, a veces agudos, a veces graves y repetitivos, que se escuchan en cualquier obra, no sabría explicarlos mejor. En medio de la oscuridad se hacía aún más visible la capa de humo gris que se levantaba delante del monstruo.

Yo ya había visto edificios así. Jugaba a videojuegos, así que no era difícil imaginar lo que se escondía en él: una planta baja reluciente con apariencia de deshabitada, en la que reinaba el silencio y uno no querría prodigarse más de la cuenta por miedo a hacer saltar las alarmas, un primer piso probablemente con señales de violencia y oscuridad, y a partir del segundo empezaríamos a encontrar y pelear contra pequeños seres monstruosos, deformes, mutantes, secuaces y a la vez experimentos fallidos del malvado señor de aquel edificio, el jefe final de seis brazos que esperaba en la azotea y con el que habría que librar una batalla a muerte.

La chica que me gustaba se acercó a mi toalla y, sin abrir la boca, se tumbó en perpendicular a mí apoyando la cabeza en mi pecho y me cogió el brazo para que la rodeara. Me puse algo nervioso, como cualquiera a esas alturas de la vida, pero mis pensamientos seguían en la brutal fábrica de cemento, en esos ruidos que taladraban el cerebro, en ese porte fascinante recortado contra el cielo, esa barrera brumosa que flotaba en el aire y le confería un toque macabro, de nuevo los sonidos, la fábrica trabajando solitaria en medio de la noche, en medio del silencio, las luces que parpadeaban, la sombra imponente, el ligero mareo del alcohol.

—¿Sientes lo mismo? —le pregunté a ella, reconozco que sin concretar demasiado.

—Sí —me respondió. Nunca sabré si se refería a mí, al alcohol o a la fábrica.

Siguió avanzando la noche y la chica que me gustaba recibió una llamada. Su novio iba a pasar a recogerla, y me ofreció volverme con ellos y que él me acercara a mi casa en el coche. Le respondí que no haciéndome un poco el duro, dándole a entender que aún había muchas más cosas que hacer allí después de que se fuera ella. Nos despedimos con un abrazo, la vi marcharse y diez minutos más tarde me despedí yo también de mis compañeros de clase y me acerqué a la parada del autobús.

Mientras esperaba el bus nocturno me quedé a solas con el ruido de la fábrica. El gigantesco monstruo respiraba con pesadez. Estuve mirando al cielo, al infinito en el que acababa la torre, hasta que diez o quince minutos más tarde no podía soportar el dolor de cuello. Entonces escuché unos pasos. Debían de ser las tres o cuatro de la madrugada. Me metí las manos en los bolsillos de la sudadera, me puse la capucha y miré con el aire más enfadado que pude hacia el suelo. Suele ser mi mejor estrategia cuando me siento desprotegido: hacer creer a la otra parte la idea de que conmigo mejor no meterse.

El hombre pasó de largo saludándome con un “Buenas noches” que me sonó cordial. Como tenía la mirada clavada en el suelo apenas pude verlo de reojo, pero me había dado la sensación de que al saludarme había levantado también la mano. Las manos, más bien. Las dos manos. Las dos del lado derecho.

Tardé unos segundos en procesar aquella imagen: ¿un hombre con dos brazos derechos? Giré la cabeza y el señor —un casco colgando del cuello, un chaleco supuestamente reflectante ya desteñido, pantalones con muchos bolsillos, zapatillas desgastadas— continuaba su marcha mientras parecía estirarse con los dos brazos extendidos en dirección al cielo y con los dos brazos en jarras empujándose la espalda a la altura de los riñones. Dos brazos alargados que nacían a la altura del hombro y otros dos que nacían justo debajo.

Pensé que el alcohol me había hecho más efecto de la cuenta. En primero de carrera no siempre se toman las mejores decisiones. Cerré profundamente los ojos, me froté los párpados y también las sienes por si acaso servía de algo y volví a mirar bien a aquel hombre. Allí seguía, ahora algo más lejos, algo peor iluminado, pero con las manos en los bolsillos, juraría que las cuatro manos en los cuatro bolsillos.

Han pasado diecisiete años desde aquella noche. A mis 36 años sigo volviendo cada vez que puedo a la playa del Peñón del Cuervo. A veces finjo que soy un bañista más y espero a que llegue la noche, otras me olvido de las apariencias y me planto allí directamente de madrugada. Siempre llevo mi cámara de fotos. Aquella noche había bebido, sí, pero estoy completamente convencido de lo que vi. No creo en lo paranormal, me aburren las historias de fantasmas, las voces de ultratumba, las casas construidas sobre cementerios indios, los ovnis y las maldiciones, pero aquella noche… aquella noche vi a un señor con cuatro brazos caminando por la carretera de Almería.

FOTO Título: 340, obra de Sebastián Navas, incluida en la publicación «Derivas«

“DERIVAS. Extravíos en la ciudad del paraíso” es un proyecto creado y dirigido por Vicky Molina y Lidia Bravo

Vocalía ACCIÓN LITERARIA

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