Por AÏDA ROMERO INGLADA
En aquellas calles jamás se ponía el sol. La amplia avenida frente a mí, con los adoquines brillantes y pulcramente colocados, las farolas rasgando el firmamento y los comercios rebosantes de alegría y risas contagiosas. La arteria principal de Málaga, aquella que se hace llamar la calle de Larios, amanecía repleta de personas con sonrisas pintadas en los rostros desconocidos. El aroma a frescura con notas punteadas de azahar bailaba entre la muchedumbre que caminaba sin prisa hacia su destino. Una pareja de ancianos bebía café con leche en una de las concurridas terrazas, la promesa del amor era un tierno secreto entre los dos.
Había personas que iban y venían hacia todas partes, y tal vez hacia ninguna; niños que jugaban a la rayuela y madres que corrían tras las travesuras de los más pequeños.
Entre el enjambre del gentío, la vi a ella. Su melena azabache ondeaba en el aire suavemente y sus ojos verdes centelleaban a la luz del sol. Vestía un hermoso vestido de gasa azulada, ligera pero sofisticada, con bordados en los extremos y un par de sandalias a juego. Los pendientes tintineaban al compás de la suave brisa veraniega, mientras se remetía un par de mechones rebeldes tras la oreja.
Por la dirección de sus pasos, parecía que se dirigía hacia la Plaza de la Constitución, donde las palmeras no podrían hacer sombra a su admirable belleza. Sabía que era malagueña por el batir de sus pestañas, por el perfil de su hermoso rostro y aquella gracia natural que desprendía sus andares.
Cuando quise darme cuenta, anduve calle abajo siguiendo a la preciosa desconocida. Llevaba un libro en un costado y una mochila colorida en la espalda, que rebotaba suavemente contra su cadera. Por un instante, me pregunté a dónde me llevaría su camino. Tal vez me conduciría hacia el mismísimo corazón de la ciudad, donde la historia se podía palpar en el aire. Desde allí, podría dirigirse hacia el Palacio de Villalón o al Museo Carmen Thyssen. En dirección contraria, me adentraría en la Plaza del Obispo y en el Palacio Episcopal, justo enfrente de la Catedral.
Lo cierto era que, si aquella bella mujer me llevaba al infierno, seguiría sus pisadas como si estuviera ciego. En aquellos minutos, me olvidé hasta de mi propio nombre, absorto por su gracia y la preciosa ciudad que me abrazaba. Mirara por donde mirara, el arte era una prolongación de cada edificio, un caleidoscopio de colores que giraba en una espiral imperfecta.
Finalmente, la muchacha se detuvo frente a la Catedral, donde se perdió en un océano de turistas y lugareños. Lo último que alcancé a ver fue su piel besada por el sol y la maravillosa curva de su sonrisa, antes de desaparecer entre la multitud.
Pronto, me di cuenta de que el alma de la ciudad de Málaga me había guiado hacia aquella magnífica arquitectura, vestida de una preciosa mujer. En silencio, contemplé las paredes imponentes y los torreones tan altos que no alcanzaba a ver las cúpulas; escuché el llanto de una guitarra española y los cantos que provenían del interior del templo.
Saboreé la esencia de la ciudad en mis labios, en mi piel, llenándome por completo de la magia de un lugar inmortal al voraz paso del tiempo.
FOTO: The lonely people VPF (incluida en la publicación “Derivas”).
Seguimos publicando las propuestas ciudadanas seleccionadas con motivo de “DERIVAS. Extravíos en la ciudad del paraíso”, proyecto creado y dirigido por Vicky Molina y Lidia Bravo
Vocalía ACCIÓN LITERARIA