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El sueño de Kenia

Por GLORIA E. TEJADA

Hoy he empaquetado los últimos enseres de nuestra casa. Dejamos Madrid para comenzar una nueva vida en Málaga. Una mudanza siempre es lenta y tediosa. Te obliga a desechar algunos recuerdos y conservar en la memoria otros. He encontrado en álbumes de fotos muchos de ellos, entre libros y archiperres, y he ido metiéndolos todos en cajas.

He revivido en blanco y negro fechas entrañables y muchos viajes con mi madre por la España de los 70. Todas aquellas fotos de Panamá con mi padre y la aventura en Costa Rica. Pero sin duda hay uno que no podré olvidar y del que guardo solo los negativos. Nunca quise revelarlos.

Fue aquella primavera con Roberto en la sabana africana. Roberto y yo nos conocimos en la Universidad. Me lo presentó una amiga, Estela, con la que había estudiado en el Bachillerato y que fue la causante de que me matriculara en Derecho. Por aquellos días nuestra mayor preocupación era coger buen sitio en las clases magistrales que Tomás y Valiente, catedrático de Historia del Derecho, impartía en la Autónoma, acudir a la fiestas previas a los exámenes y a las posteriores a ellos. Eran días ajetreados de nuestra juventud, y entre tanto Roberto y yo también estudiábamos, nos amábamos sin descanso, viajábamos cuando los ahorros y los de nuestros padres nos lo permitían, escalábamos con amigos los fines de semana, y así poco a poco fuimos consolidando nuestra relación.

Nos plantamos con veinticuatro años, una carrera terminada y toda una vida por delante. Fue entonces cuando decidimos hacer un viaje que recordaría toda mi vida. El lugar elegido, Kenia. No fue idea nuestra. Carlos y Elisa, una pareja estupenda que conocíamos de nuestras escapadas a la montaña y otro amigo de la pareja, querían escalar las cascadas de hielo del monte más alto de esa región africana. Y por supuesto, recorrer la zona en un safari. -¡Pues nos apuntamos!- les dijimos al conocer la idea. Aquello parecía un sueño.

Dos meses después y tras un vuelo de quince horas sin escalas llegamos a Mombasa. No habíamos podido coger billetes de avión juntos por lo que llegamos nosotros primero. La humedad del ambiente era pegajosa y asfixiante. Las calles de albero evocaban un coso, abarrotado de gente con fardos enormes corriendo de acá para allá.

Nos dirigimos a nuestro hotel, un lugar amplio y con una habitación aceptable donde lo que destacaba ante todo era una cama de gran tamaño y una inmensa mosquitera rodeándola. Pronto pudimos descubrir su utilidad. Durante toda la noche y a pesar de tener esa red de contención, estuvimos aniquilando mosquitos, enormes y ruidosos mosquitos que se afanaban por entrar y que se estrellaban cual kamikaces contra la malla. Imposible dormir.

Esa mañana temprano y cargando nuestras mochilas hasta la bulliciosa estación, cogimos el tren a Nairobi, esa populosa ciudad donde los niños esnifan pegamento, evadiendo su realidad alrededor de los cubos de basura de los hoteles mas lujosos. Allí habíamos quedado en vernos con nuestros amigos. Por fin podríamos descansar algunas noches antes de contratar el ansiado “viaje”, traducción al castellano del swahili “safari”.

Nada más lejos de lo deseado. Nuestro nuevo y modesto hotel era una habitación de dos camas justo encima de una de las discotecas más populares de Nairobi. “La primera planta retumbará con la música a mil decibelios… pero será solo hasta su hora cierre”, -pensamos. Pero no fue así, los horarios nocturnos en África no tienen regulación alguna para nuestro pesar, y durante tres días y tres noches martillearon nuestros oídos sin descanso. Desde entonces odio el reggae.

Tras contactar con una empresa a través de un folleto que un muchacho nos insistió en coger en la calle, nos “embarcamos” días después en una destartalada furgoneta de neumáticos desgastados y techo abierto, rumbo a lo desconocido, con un conductor local y un cocinero. Por los polvorientos caminos vimos manadas de elefantes, ñus, jirafas al galope y cientos de gacelas Thomson pastando. Las tiendas de campaña serían montadas durante el recorrido en algunos puntos elegidos de la sabana, nos dijeron, y así, al atardecer, en un claro junto a un turbio río, acampamos.

La primera noche y tras la cena, que consistió en arroz y una especie de frijoles, nos dispusimos a dormir no sin antes advertirnos nuestro guía de la posibilidad de que hubiera algunos animales nocturnos, tales como guepardos, monos, o incluso leones en busca de comida. Cinco noches en vela y ésta intuíamos que probablemente sería la sexta. Como así fue. Ruidos, graznidos, rugidos, chillidos… los noctámbulos sonidos de la selva no cesaron.

Pasadas las horas de insomnio la mañana nos levantó con su anaranjado alba. Roberto salió de la tienda. Con el sueño acumulado en sus ojos fue a asearse a la orilla. Se arrodilló y metió sus manos buscando agua clara. No le dio tiempo nada más que a escuchar un grito, más bien un alarido del cocinero !!Cocodriles!!¡¡Cocodriles!! y el veloz zambullido de la cola de su depredador. Desaparecieron ambos en las profundidades. Salimos todos de las tiendas estupefactos. Supimos en ese mismo instante de la desgracia, y así despertamos, entre las fauces de África, de aquel sueño que se nos había convertido en una atroz pesadilla.

CLUB PÁRRAFOS ATENIENSES

TEXTO SELECCIONADO EN EL CONCURSO ESPECIAL DE RELATOS “EL PUENTE”

Vocalía de Acción Literaria del Ateneo de Málaga

2 Comments

  • Mª Asunción Cabello López
    01/01/2021

    Estupendo relato, Gloria. Felicidades!!!

  • Encarnación Pérez
    18/01/2021

    Enhorabuena, vaya final! esta historia da para una novela

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