Ver todas las entradas

Los perros no saben

Por SILVINA MAIULI

Texto seleccionado en el concurso de relatos “7 vidas”, para homenajear a perros y gatos, que desde finales del pasado año son reconocidos legalmente como miembros de nuestras familias

Me despierto y creo que estás ahí. Estiro el brazo, antes de abrir los ojos, pero ya te fuiste. No sé a qué hora volvés o si volvés. La perra se sube a la cama de un salto. Sabe que ya me desperté. Da una vueltita y se acuesta pegada a mí, encima de la manta. Apoya la cabeza sobre mi pierna y, como no la acaricio enseguida, me empuja con el hocico. Los perros no saben que dos cosas no pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo. Se chocan, se pisan; desde que nacen, duermen encimados, unos arriba de otros aunque sobre el lugar. Su vida es más corta y aprovechan todo. Achican las distancias para perder menos tiempo, para tener cerca todo lo importante, para mantener el calor. Lo hacen así de simple, sin pretensiones.

Nosotros los humanos somos más complicados. Vos o yo. Mi lugar, tu lugar. Mis amigos, tus amigos. Quién lo dice primero, quién se acerca, quién se aleja, espacio propio, lo tuyo, lo mío, todavía no. Quisiste estar cómodo cuando te quedabas y, por eso, compramos una cama tan grande que puedo jugar a tirarle el juguete a Vera sin bajarnos del colchón. Cuando estás vos, no se sube. Cuestión de olores y de territorios. A la noche, me doy vuelta y no llego a abrazarte. Nunca te lo dije.

Ya tengo que levantarme. Voy a la cocina, la perra me sigue y se entrecruza entre mis pies; aprendí a caminar así. Enciendo la computadora y busco qué desayunar. Tu taza con un fondo de café está sobre la mesada. Me sirvo, en otra taza, el café tibio que quedó en la cafetera. Revuelvo en el tarro para encontrar alguna galletita con pasas. Me las como yo, porque a vos no te gustan. Te dejo las que tienen chips de chocolate. Los perros no pueden comer pasas ni chocolate, a Vera le comparto pedacitos de una galleta de arroz. Todos los días espera ese momento. Se para en dos patas y me raspa la pierna si me demoro. Me concentro en la pantalla, reviso los mails, intento algunas correcciones. Evito pensarte en toda la mañana. Al rato llega tu mensaje. Lo veo de reojo cuando la pantalla del celular se enciende y enseguida se vuelve a apagar. Me tuve que ir temprano, hoy trabajo hasta la noche. No vi si dice algo más. Vuelvo sobre el teclado. Escribo dos páginas más de una novela que ya debería estar terminada.

Después del mediodía, Vera me trae su correa y me saca a pasear. Vamos hasta el parque. La suelto en el canil, ese cantero cercado donde los perros se reconocen, juegan, se empujan y se pasan por arriba. Me siento en un banco y le doy tiempo. Llega un perro que no había visto antes. Su dueño lo suelta con los otros y se sienta en el mismo banco en el que estoy sentada. Los perros se olfatean. Quedamos demasiado cerca, enderezo la espalda y giro apenas la cabeza hacia su lado para hacérselo notar. Me mira y se corre unos centímetros. Su perro se llama Tibo, lo escuché llamarlo. Parece llevarse bien con Vera. Corren y tironean de la misma rama. Es raro, porque Vera no se adapta tan rápido a los perros nuevos. Les saco una foto y te la mando. Veo tus mensajes de la mañana, también decían que cenabas con los del trabajo y hoy no venías. Después, me arrepiento de haberte mandado la foto; seguro me vas a preguntar de quién es el otro perro, por qué no estoy sentada en la computadora escribiendo o por qué nunca termino lo que empiezo y que qué van a decir los de la editorial que me presentaste en la fiesta de fin de año. Quiero eliminar la foto pero ya hay dos tildes azules. No me respondés nada hasta más tarde.

Volvemos al parque. En el canil, está Tibo pero no veo a su dueño. Me siento otra vez en el mismo banco. Vera juega con Tibo. Escucho una voz que me pregunta si salió linda la foto. Me doy vuelta, es el dueño de Tibo. Sonríe pero es una sonrisa de esas que salen de los ojos, apenas entornados y de las comisuras, apenas contraídas; y me aclara: la foto de ayer, la que le sacaste a tu perra y a mi perro. Espera una respuesta. Le digo que sí. Se sienta. Es un descarado por haber mirado mi celular y, además, venírmelo a decir, pero parece amable. Le pregunto si tiene problema por haberle sacado una foto a su perro sin permiso. Me dice que si Tibo no se enoja, él no tiene drama. La risa me la guardo. Antes de irse, me pregunta si le puedo pasar la foto.

Me llamás y me avisás que hoy sí venís, que estás cansado y que no pudiste almorzar por las reuniones con los gerentes de áreas. Me convencés con tu voz de cachorro herido de que prepare algo rico para cenar. Hago carne al horno, abro un merlot y te espero. La noche está hermosa, templada; preparamos la mesa en el balcón. Me contás que te van a nombrar gerente regional, que vas a tener que viajar seguido y trabajar algunos fines de semana pero que vale la pena. Brindamos y empezamos a comer. Suena tu celular que dejaste adentro. Dos veces. A la tercera, te levantás a atender. Vera siente el olor a carne, viene a pedir. Se sienta y me da la pata, sabe que así tiene premio. Espero a que vuelvas, tomo otra copa de vino. La comida se enfría. Entonces, como. Al rato, cortás y volvés a sentarte. Era del trabajo, tenía que atender. Y comés.

Suelto a Vera. De nuevo, el mismo banco. Tibo no está. No importa, ella intenta divertirse igual. Insiste con un perro que está echado, le lleva una ramita y corre alrededor, ladra para hacerse notar. Me pongo a leer, es un libro nuevo, aunque tengo la sensación de que ya lo leí. Eso me viene pasando seguido, como si leyera siempre el mismo libro. Al final, todos hablan de lo mismo. Llega Tibo. Me acomodo sobre el respaldo y me corro el pelo de la cara. Vera ya lo vio, mueve la cola, corre a saludarlo. Sigo leyendo. Miro por encima del libro, el dueño de Tibo viene directo a sentarse en mi banco, otra vez, con los ojos entornados. Me saluda, me dice que se llama Leonel, que es veterinario, que hace yoga, que acaba de mudarse; aunque yo no le pregunté. Vuelvo al libro pero me interrumpe. Quiere la foto de nuestros perros que no le pasé. Busco mi celular, me lo saca de la mano y agenda su número. Vos tardaste tres semanas en hablarme cuando venías a buscar libros de negocios y estadísticas a la librería donde yo trabajaba; y tuve que pedirte tu número. Me devuelve el celular. Tendría que quejarme pero le mando la foto. Soy Lila. Vuelvo a casa a escribir. Estoy inspirada, empiezo otro capítulo. Ya falta menos. A veces, sí termino lo que empiezo. Otras veces, las cosas se terminan y no hay manera de que una llegue a terminarlas. Esta noche, no sé si venís. Me pongo el pijama y busco una serie que no haya visto, ya no quedan muchas. Las noches que no estás, miro series. Vera salta a la cama, me trae el juguete. Enchufo el celular que estaba descargado por si me dejaste algún mensaje. Tengo un Hola, no es tuyo. Es Leonel. No le respondo. Me manda una foto suya con Tibo, una selfie desde arriba, con el brazo estirado. Con la otra mano, sostiene la patita de Tibo, como si saludara. Escribo Hola y no lo mando. Vera me empuja con el hocico, quiere jugar. Entra una notificación: un nuevo mensaje tuyo. Lo leo sin abrirlo. Tengo que trabajar hasta tarde ¿cenamos mañana? Debería contestar. Esperarte al otro día con la cena. Vera salta por encima de mis piernas de un lado al otro, me pisa. Los perros no saben. Nosotros los humanos sí, somos más complicados. Vuelvo al Hola. Presiono enviar.

*En la foto Celeste, de la Protectora de Animales de Málaga, interpreta en este relato el papel de Vera, ella también tiene su historia, conócela:

https://www.protectoramalaga.com/index.php?mod=catalogo&id=3&actId=1&prodId=6555

Ya sabéis que hay mucho que hacer por estos leales amiguetes, así que os animamos a visitar las propuestas de la Protectora de Animales www.protectoramalaga.com/index.html y de la Fundación Ochotumbao para pasar a la acción www.ochotumbao.org/

VOCALÍA ACCIÓN LITERARIA

Deja tu comentario