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Julián

Texto seleccionado en el concurso de relatos “7 vidas”, para homenajear a perros y gatos, que desde finales del pasado año son reconocidos legalmente como miembros de nuestras familias

Por NICOLÁS DALMASSO

Creo que no volví a pensar en Julián hasta que pasó lo de Blas y Rua. Antes de eso, cuando salía el tema de los perros, siempre decía que la primera había sido Nacha, un sabueso de cara triste y patas retaconas, cuerpo alargado y unas orejas anchas que arrastraba por el piso. Después vino Josefina, una mantonegro que se la pasaba haciendo pozos en el jardín. Y después, Juan, un border collie inteligentísimo al que no hubo que enseñarle nada y cuya única debilidad era descuartizar comadrejas. A esos, y a otros, los recordaba. A Julián no. Y es raro. Porque, aunque estaba desde antes de que yo naciera, fue mi primer perro.

            En casa todos los perros los traía mamá. Era una regla no escrita. A papá no le gustaban. Supongo que era porque en su casa jamás lo dejaron tener uno, y nunca se pudo acostumbrar a la presencia de esos seres de cuatro patas que, cada vez que lo veían, le saltaban encima como si olfatearan su desgano. Papá refunfuñaba y se los sacaba de un manotazo, sin violencia pero también sin ningún cariño. Mamá, en cambio, había pasado toda su infancia con un perro como mejor amigo, un fox terrier más malo que la peste que mordía a todo el mundo menos a ella. Como quería fomentar esa conexión con los animales, traía perros que papá toleraba, con la única condición de no tener que hacerse cargo. Eso era un problema, porque las ganas de mamá empezaban cuando traía al cachorro y se agotaban apenas le ponía un nombre. Todo lo demás (las vacunas, la comida, los paseos, las cagadas que había que juntar del jardín) era cosa nuestra. Salvo de papá que, con la paciencia de un monje budista, ofrecía una resistencia pasiva a cualquier sugerencia sobre el tema, haciendo valer el pacto tácito. Por eso, de los perros que mamá traía, bautizaba como personas y la seguían a todas partes, nos encargábamos nosotros: mis hermanos y yo.

            Puedo contar mi vida en años de perro. Por momentos hay un bache, pero en cada etapa encuentro alguno que me acompañó. Desde los cinco años, cuando nos mudamos a la casa de Lavalle y tuvimos a Nacha, hasta hoy, cuarenta años más tarde, en mi casa de Los Acantilados donde vivimos con Pía, una mestiza cruza de labrador y ovejero alemán. Sé qué perro tenía cuando, a los diez años, me caí de la bicicleta y me partí un diente, el que saqué a pasear después de que murió mi abuelo, el que me extrañó cuando me fui a estudiar a la capital, el que me regalaron al mudarme con mi novia, el que levanté de la calle con una pata quebrada, el que llegó antes de que naciera mi hijo Blas y pasó a ser suyo…  Creo que, para mamá, es igual. Y ahora que lo pienso me doy cuenta de que, de mis hermanos, soy el único que heredó esa manía perruna. Algo extrañísimo, considerando que soy el menos parecido a ella. Será que, como decía su propia madre (a quien tampoco se parecía en nada), de todo algo queda.

            Menos de Julián. De Julián (de Julián vivito y coleando, no de su foto lamiéndole la cara a mi hermano en el patio de la casa), sólo me acordé por Blas.

            Era un cocker inglés, uno de esos perros nacidos para perdiguero que terminan viviendo en un patio embaldosado, mitad afuera y mitad adentro de la casa. Mamá lo tenía desde la adolescencia y me imagino que, para papá, habrá sido una de esas batallas en las que, como tantas otras, tuvo que negociar la derrota. O con perro, o nada, habrá sido el ultimátum. Y papá habrá contestado: bueno, pero el perro es tuyo. Con mamá nunca hubo grises, todo siempre fue blanco o negro. Salvo Julián, que era las dos cosas, con esas manchas que le iban moteando el pelo hasta cubrirle la cara renegrida. Por eso, después de que mis viejos se casaron sin tener casa, se mudaron a la que le prestaron mis abuelos, en el centro de la ciudad, con perro incluido. Ahí nacimos todos, crecimos, y a mis cinco años, nos fuimos. Sin Julián.

            La casa quedaba en una esquina. Amuchadas en la planta alta, las habitaciones daban a un pasillo chiquito. En la parte de abajo había un espacio grande que hacía de estar y comedor, y una cocina que salía al patio. En la primera época, cuando mis dos hermanos menores todavía no habían nacido y solamente estábamos mi hermano mellizo y yo, nuestras únicas compañías eran Julián, y el loro del vecino. Pasábamos el día en la cocina y en el patio, trepando una escalera de cemento que remataba en una terraza para colgar la ropa. En la terraza subíamos a una pared para asomarnos al patio del vecino y gritarle al loro.       

            La calle era peligrosa por los autos que pasaban. Si nos cuidaba una de mis abuelas o había alguna empleada, nos dejaban andar en triciclo por la vereda. A veces nos llevaban hasta la plaza que estaba a dos cuadras para alquilar kartings y correr carreras en las que mi hermano me ganaba siempre. Mientras tanto, Julián vagaba por la casa. Cuando volvíamos, echado en el descanso de la escalera, Julián levantaba la cabeza y empezaba a bajar. Cuenta mamá que nunca se enojó con nosotros por haberle arrebatado el amor de su dueña. La única vez que se atrevió a mordisquearle los dedos a mi hermano para robarle un pan, él le aferró la trompa y le clavó los dientes en el hocico. Julián gimió, se retorció de dolor, y se alejó. Eso es lo que cuenta mamá. Y también que, a la noche, se quedaba en la puerta de nuestra habitación.

            Tengo una sola foto de Julián, en el patio de la casa. Yo estoy sentado en una pelela de lata, con dos, tres años, riendo, mientras él camina hacia mi hermano que está un poco más allá. Aparece en movimiento, con la cámara tomándolo desde un costado, el rabo caído y la cabeza levemente inclinada, como si lo estuvieran llamando. Parece que husmeara.

             Después nos mudamos y tuvimos otros perros. Con los años me enteré de que Julián estaba enfermo. El corazón no le bombeaba bien y se le llenaban los pulmones y la panza de líquido. Sobre el final había que drenarlo cada tres meses.

            De esto no tenía memoria. Mis únicos recuerdos eran una casa que ya no existe y un patio con baldosas. Hasta que Blas me hizo una pregunta.

            Antes de que mi hijo naciera, con Guadalupe, mi esposa, habíamos rescatado de la calle un cuzco más parecido a una rata que a un perro. Apenas podía caminar, estaba lleno de pulgas y a los meses nos dimos cuenta de que, en la sangre, tenía algo de pitbull. Le pusimos Rua.

            Cuando llegó Blas, al principio no hubo problemas de convivencia. Pero al nacer Vito, mi segundo hijo, las cosas cambiaron. No por celos de Rua, sino por los de Blas. La idea de un hermano le era indigerible. Y para colmo, por instinto protector, Rua se puso del lado del menor. En uno de esos cruces en los que Blas intentaba volver a su viejo cochecito de paseo mientras Vito dormía adentro, se tropezó, con tanta mala suerte que fue a caer sobre Rua, que pegó un tarascón y le arañó la cara. Quedó exiliada en el jardín, sacando a relucir sus habilidades de escapista para cortar el alambrado. Salía, callejeaba por el barrio, y al rato volvía.

            Una mañana, mientras me iba al trabajo, la encontré vagando afuera de casa. Me dije que, a la vuelta, tenía que arreglar por enésima vez el alambrado. Pero al volver me encontré con la noticia de un auto que había pasado sin mirar, y una bolsa negra tirada en la puerta. La enterré al lado de casa, y aunque no era el primer perro que perdía (y, de tantos que eran, mis cicatrices habían hecho callo), no se lo quise decir a Blas.

            Pero Blas preguntaba. Porque, por más que Rua se había puesto del lado del hermano y lo había mordido y le había dejado la cara como un globo, seguía siendo su perra. Mi historia de que se había escapado y no había regresado no sirvió de nada. Desde ese momento se puso a buscarla, a tratar de encontrar su rastro en la calle, y cada vez que veía un perro, salía corriendo detrás para ver si era ella.

            No hubo más remedio que contarle. Preguntó dónde estaba enterrada y, con apenas cuatro años y dos abuelos que ya habían partido, lo entendió. Al tiempo, tuvo otro perro.

            Pensé entonces que, a esa edad, la vida es tan larga que la memoria no puede rercordarlo todo y borra esa infancia que, según dicen, se recupera con la vejez. Hasta que una noche, al volver de visitar a mi hermana, camino a casa nos detuvimos en un almacén. Era tarde, Guada bajó del auto, Vito dormía en el asiento de atrás y Blas estaba tirado sobre la puerta, con la cara pegada al vidrio. Miraba hacia afuera, tenía los ojos entrecerrados y una media sonrisa en los labios. Cansado, me apoyé en un brazo.

– Papá… – escuché en un susurro – ¿querés que te diga algo lindo que no puede pasar? – Saliendo del sueño, sin saber de qué podía estar hablando, contesté por inercia.

– ¿Qué cosa, hijo?.

– ¿No sería lindo si, cuando volvemos y abrimos la puerta, vamos al jardín y está Rua?

             Se me hizo un nudo en la garganta. Acusando el golpe, espere unos segundos.

– Sí, hijo. Sería lindo.

            Guada volvió del almacén, Blas se acostó en el asiento, Vito siguió durmiendo. Al llegar a casa, hice un comentario y me fui a dormir, pensando en qué podría haber dicho.             Entonces, mientras daba vueltas en mi cama y me daba cuenta de que, por más tiempo que pase, el primer perro no se olvida, me acordé de Julián, de todo esto que estoy contando y de la tarde de lluvia en la que papá (que, aunque no le gustaban los perros, también lo quería) nos llamó a mi hermano y a mí para que lo acompañáramos al fondo de una quinta, y se puso a cavar en silencio, sin tener que explicarnos nada. Y aunque nunca creí en los finales felices, por una vez en mi vida quise poder mentir y creer en mi mentira, por Blas y por mí, y despertarlo en la mitad de la noche para decirle que, ciertos días, yo también imagino que vuelvo a mi casa del patio con baldosas y descubro que, al final, todos, todos los perros, van al cielo.

*En la foto Septiembre de la Protectora de Animales de Málaga, interpreta en este relato el papel de Julián, él también tiene su historia, conócela: https://www.protectoramalaga.com/perro-en-adopcion/septiembre/6457/3/sexo%3AMacho%40tamano%3A%40raza%3A%40opc_cachorro%3A%40opc_geriatrico%3A/

Ya sabéis que hay mucho que hacer por estos leales amiguetes, así que os animamos a visitar las propuestas de la Protectora de Animales www.protectoramalaga.com/index.html y de la Fundación Ochotumbao para pasar a la acción www.ochotumbao.org/

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