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Érase una vez…

Por M. SANCHO ARIAS

Relato seleccionado del mes, perteneciente al Club de Escritura Párrafos Atenienses

Siempre he pensado que mi infancia transcurrió en un liceo, aunque en aquellos años no tuviese ni idea del significado de la palabrita. Si he de ser sincera, aun hoy, no lo tengo del todo claro. No fue en un patio con naranjos, ni en una casa señorial en pleno centro de una gran ciudad. Mi infancia fue, pues donde tenía que ser, y ese es el lugar donde me enseñaron casi todo lo necesario para vivir (y sobrevivir) sin hacer demasiado daño y sin dejar que me lo hicieran. Si bien, en lo primero, puedo decir que lo conseguí, en lo segundo, fracasé de forma estrepitosa. En fin, que una es lo que es, o lo que hacen de ella, o lo que se aprende, o lo que te enseñan, o de quien te lo enseña o…

El caso es ese, mi barrio, el liceo, era bastante pintoresco. En una época de familias numerosas, a alguien se le ocurrió la brillante idea de proyectar viviendas de dos habitaciones; una, diminuta, la otra, más pequeña aún. Y con esto quiero decir que, en ese barrio desquiciado, era extraño ver que una de esas viviendas era ocupada por una sola persona. Pero, pensándolo bien, no era tan extraño. Cosas más raras viví y no me llamaron tanto la atención.

Hubo un acontecimiento que conmocionó al barrio: la casa de arriba donde vivíamos, quedó vacía. De un día para otro, los vecinos se despidieron del barrio soltando improperios y se marcharon, dejándonos con la incógnita del porqué de su marcha. Pero no fue eso lo que produjo la conmoción, fue lo que vino a después.

Esa casa fue ocupada (con llave y papeles, no como ahora), por un hombre del que bien hubiera podido llevar “Peculiar” como apellido; solo sabíamos que se llamaba Pepe y al poco, como todo vecino, se ganó su apodo: Pepe “el kilómetro”. Hay que reconocer que no estuvimos demasiado agudos a la hora de apodar a Pepe. Aunque hay que reconocer también que aquel sobrenombre le venía como anillo al dedo. Pepe era dueño de unas piernas flacas y larguísimas. A veces, se le veían los tobillos porque uno de sus tics era meterse los dedos en el cinturón y tirar hacia arriba del pantalón, dejando parte de su pierna a la fresca. También tenía una nariz enorme. Alguien, con bastante poca piedad, dijo que parecía tener un codo en la cara, ojos saltones y, ahora que lo pienso, tristes. La boca pequeña y dientes bastante bien cuidados. Cuando estaba sentado parecía una especie de saltamontes gigante, efecto al que contribuía el tamaño de sus pies, desproporcionadamente grandes.

Pepe “el kilómetro” salía todas las mañanas bien temprano, acompañado de su perra (un bicho de mal carácter y peor cara), llevando lo que parecía un caballete y una silla plegable. Volvía casi a media tarde con cara de infinito cansancio y, a veces, con la perra en brazos. Se ve que el bicho tenía ya sus años, como Pepe, pero no creo que ella pudiese llevarlo a él en el lomo.

No tenía contacto con casi nadie en el barrio y mi madre, que no tenía estudios, pero sí un master de la vida, se dio cuenta en seguida del secreto que escondía Pepe tras su aparente mal humor y un día, al poco de llegar Pepe de donde quiera que hubiese estado, lo interceptó en la escalera y, con gesto adusto, le acercó una fiambrera.

—Vecino —le dijo. Hice carne con tomate y me ha salido demasiada, si no es molestia y quiere probarla…

—Señora —Pepe tardó unos buenos segundos en contestar—. No sé qué le habrán dicho, pero no es necesario.

—A mí nadie me ha dicho nada, solo le estoy diciendo que hice carne de más y lo invito a que la pruebe, no quise molestarlo. —Mi madre hizo intención de retirar la fiambrera.

—Por favor. —Pepe parecía conmovido—. Discúlpeme usted; no es ninguna molestia, al contrario, es un favor muy grande el que me hace.

A partir de aquel día, a mi madre le salía un plato de más cada vez que cocinaba y, a partir de aquel día también, interceptaba a Pepe a su vuelta de sus quehaceres, que nadie conocía. No intercambiaban apenas palabras.

Con el tiempo, y a cuento de algún vecino chismoso, nos enteramos de que Pepe iba todas las mañanas, con su caballete (que no era tal, sino una especie de mesita) y su silla plegable, a la puerta de diferentes organismos oficiales donde ofrecía sus servicios para rellenar papeles a quienes, bien por ignorancia, bien por aparentar que hacían una buena obra, aceptaban que Pepe cumplimentase sus instancias, quejas u otras comunicaciones con la administración. Podía adivinarse que aquello no le daba para comer. Sin embargo, cada pocos días, Pepe aparecía por el barrio con sus bártulos, la perra fea y unos paquetes envueltos en papel marrón que nadie sabía qué contenían.

Una tarde lo vi llegar cargado con uno de esos paquetes y todo lo demás, perra incluida. Me acerqué y me ofrecí a ayudarle. Subimos las escaleras en silencio y me invitó a entrar a su casa. Se disculpó del desorden que, en realidad, no era tal, porque no tenía casi nada que pudiera ser desordenado, ni ordenado tampoco, excepto libros. Los había por todas partes: en las estanterías, amontonados en el suelo, junto al cojín de la perra…

Dispuso la mesa en mitad del comedor, dejó a la perra que se fuera a su rincón, desde donde no dejaba de mirarme de forma amenazadora, y me ofreció una silla. Me senté porque no supe decirle que no.

—Espera. —Me dijo—. No te vayas. Quiero darte algo.

—No puedo aceptarlo, mi madre se enfadaría.

—Te prometo que no se va a enfadar —respondió seguro—. Toma, y cuando quieras, puedes marcharte.

Me entregó un libro. Cien años de soledad, se titulaba. Lo cogí y me fui.

Tal y como predijo, mi madre no dijo nada cuando le enseñé el libro. Empecé a leerlo por si me preguntaba si me había gustado. Me enganchó desde la primera página. A ese primer libro siguieron otros muchos, y creo que Pepe tenía algo de brujo porque adivinaba qué libro darme para entusiasmarme. O quizá me entusiasmaban todos, que también puede ser.

Pasaron los meses y, a pesar de los platos de comida que mi madre hacía “de más” y de los que, de forma ocasional le subíamos por la noche, Pepe empezó a parecer más desmejorado y menos hablador. La perra seguía igual de fea y con el mismo mal carácter.

Una noche subí a llevarle un trozo de pan y queso y me sorprendió lo oscura y fría que parecía su casa. Se excusó diciendo que tenía una avería y que se había quedado sin electricidad. Me invitó a sentarme con él y a charlar un rato, si no me importaba. Me quedé y hablamos de libros, no parecía saber de otra cosa. Para llenar un silencio, se me escapó una pregunta sin pensar:

—Pepe, ¿usted en qué trabaja? Quiero decir que podría pedirle a su jefe un aumento de sueldo y así poder arreglar estas averías y eso. 

—No tengo jefe. Soy escritor, hija, soy escritor.

Pues eso.

VOCALÍA ACCIÓN LITERARIA

5 Comments

  • PLosada
    13/12/2022

    Excelente relato. Felicidades.

  • Pilar Sánchez Regalado
    13/12/2022

    Me encanta esa forma de contar la historia, que pareciera por instantes que se abriera hacia otros rumbos pero siempre regresa al origen.

  • Gonzalo
    13/12/2022

    Muy bueno!! Lindo texto.

  • Sandra Gargiulo
    13/12/2022

    Buenísimo relato, ameno, con suspenso y con una tremenda calidez humana en los detalles. El artilugio del préstamo de libros es maravilloso y denota la sensibilidad de quien escribe

  • Antonio Fernández Ruiz 24760530h
    18/12/2022

    Alguien dijo que escribir es llorar

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