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Estrellas fugaces

El texto de Vicky Orosa, seleccionado entre las propuestas de los escritores del Club Párrafos Atenienses, que cada quincena se reúnen virtualmente

Por VICKY OROSA

Tiene los ojos cerrados. Se siente gravitar, etérea, dentro de su habitación. Sabe que el final está cerca, pero de repente, su madre entra y lo jode todo. «¡Claudia, Claudia» la zarandea. Si pudiera le diría «lárgate, déjame en paz», pero cada vez que intenta hablar, un bocado le muerde el estómago y solo consigue que una bocanada de bilis le abrase la garganta y le salga por la boca.

Hace tiempo que engaña a su familia. Es fácil comer bien delante de ellos y esperar después el momento oportuno para entrar al baño con disimulo. Poner la música del móvil con estridencia e introducir sus dedos índice y corazón en la boca hasta vomitarlo todo. Nadie la escucha. Nadie lo sabe. Ha conseguido, incluso,  mentir a su madre con los días de la regla, pidiéndole que compre  tampones periódicamente, aunque hace meses que no menstrúa. Sin embargo, todo se ha ido al traste y han descubierto su mentira.

«¡Claudia Claudia!» vuelve a gritar y ella solo quiere mandarla a la mierda, pero entonces,  aparece el padre y la coge en volandas. Con ella en brazos atraviesa el salón y sale al jardín para entrar en el garaje. La madre los sigue y se apresura en abrir la portezuela trasera del coche. La tumba en el asiento, dejando que su cabeza repose sobre el regazo de su hermana, que acaba de entrar por la otra puerta.

«¡Claudia, Claudia!» Repite la madre mientras conduce. El padre en el asiento del copiloto, se gira hacia atrás y la mira. Contempla su rostro transparente y cetrino. Continúa con los ojos cerrados y solo piensa en que ojalá se muera por el camino.  Sabe que la llevan al hospital por segunda vez. Piensa en esas enfermeras a las que no soporta. Solo se hacen las simpáticas con ella para que se lo coma todo, pero no saben que dentro de su cabeza, hay una voz que le dice lo contrario. «Cierra el pico, no abras la boca, deja la bandeja intacta».

Dentro del coche, le viene el olor a lavanda de su hermana. Es hermosa y delgada. Su larga melena le roza las mejillas. Los párpados le pesan, pero consigue abrirlos y ve clavados en ella sus ojos grandes y verdes mientras  le acaricia el pelo, ralo y encrespado. «Te vas a poner bien» le susurra muy bajito. «No, solo quiero morir» le diría si pudiera, pero la lengua pastosa es un bloque compacto que no la deja hablar.

El coche frena en la puerta de urgencias y la puerta se abre. Acuden a ella un hombre y una mujer con pijama blanco que son celadores. Entre los dos la colocan sobre una camilla estrecha. Sus manos se deslizan y caen por los laterales. La madre, que entra con ella, se las sube y las junta sobre el abdomen. Van rápidos. Multitud de caras. Imágenes superpuestas, veloces, a ambos lados.  Atraviesan un largo pasillo con las paredes pintadas en color crema hasta que llegan a una sala llena de boxes. A ella la dejan a un lado y la aíslan con dos biombos blancos que la rodean. No tarda en aparecer una enfermera que se encarga de cogerle una vía. Le colocan una bolsa de suero. No sabe lo que lleva dentro, pero se barrunta que nada bueno. Una mueca de dolor arruga su cara.  No es físico, sino otra cosa que no sabe cómo llamar y la lágrima diminuta le brota sin control. Roza sus labios, nota el sabor salado. Alguien se la enjuga con un pañuelo de papel tisú, es una mujer menuda y joven que se presenta como la psicóloga de la Unidad de Trastorno de la Alimentación. Ella la mira frustrada. Un nudo en la garganta le impide coger aire. «Vuelve la pesadilla» piensa. «Me obligarán a comer». Boquea, como el pez que se queda atrapado en el rebalaje. «Solo quiero morir» se repite como un mantra. Si pudiera lo gritaría.

La psicóloga le habla, pero ella gira la cabeza hacia el lado contrario para evitarla. Oír sus bobadas es lo que menos desea en ese momento. Apenas ha visto su cara y su voz no le gusta nada. La mujer termina su pequeño monólogo y guarda silencio, luego se aleja y es cuando decide mirarla a través de la abertura que queda entre las dos mamparas. Solo ve su espalda y un pijama de papel en color azul. Observa que se para a la altura de un hombre enjuto con gafas gruesas y una bata blanca abierta por delante. A la vez que habla con él, se deshace el moño, se peina con las manos y se vuelve a recoger el pelo, rizado y castaño, con la misma pinza de carey que llevaba puesta.

A medida que el suero va entrando en sus venas, se nota más repuesta. No le gusta esa sensación. Ve que la psicóloga hace un ademán con el brazo, como si llamara a alguien, desde su ángulo de visión, no ve a quién, pero aparece su madre ¡la que faltaba! que asiente a todo mientras se recoge la melena detrás de las orejas, de forma compulsiva. El cabello le cae sobre los hombros y destella, demasiado rubio, bajo los focos fluorescentes del techo. Se da cuenta de que el hombre de las gafas es el loquero. Le cuesta respirar. Cierra los ojos. Al rato la sorprenden unos celadores distintos a los de antes y la colocan sobre una cama. Antes de sacarla de allí, la enfermera le cuelga la segunda bolsa de suero. La suben a planta.

Recuerda el techo gris y aséptico de la otra vez.  A cada momento se siente con más fuerza. Es por los sueros que le han puesto. «¡Maldita sea!» consigue decir con una voz tan baja que nadie la oye. Reconoce el repiqueteo de los tacones de la madre detrás de la cama.

En la habitación se quedan a solas.  Entra una enfermera para saludarlas, no la conoce, pero dice las mismas chorradas de todas. Lleva una batea de acero, dentro una sonda nasogástrica y todo lo necesario para introducírsela por la nariz. «Traga, traga» le dice para que la sonda se cuele por el tubo digestivo. Ella le hace caso y vuelve ese dolor que no es físico, sino otra cosa. Luego conectan la sonda a un sistema del que pende un batido con la cantidad suficiente de calorías, minerales y vitaminas necesarias para que su cuerpo se restablezca. Entrará en su estómago por la orden de una bomba de alimentación. «¡Malditos todos, solo me quieren engordar!» piensa. Encoge las piernas y las rodea con los brazos. Bajo las sábanas, se dibuja su cuerpo en postura fetal. La madre la arropa con la manta y ella le hace un aspaviento con los hombros para que la deje.  Se acuerda de su metro sesenta y lo bien que entraba en la talla 32. Tendrá que empezar de nuevo con el plan; mirar en Estrellas fugaces o en Pro Ana y Pro mía.  Ahí encontrará la solución y los pequeños trucos. 

La coge a contrapié cuando su madre se niega a darle el móvil. A partir de ahora tampoco podrá usar la tablet  ni el ordenador. No se lo devolverá hasta que coma bien y no vomite.

Y ese dolor que no es físico y al que no sabe ponerle nombre,  la hace llorar y es tan fuerte que congela sus lágrimas. La habitación se le hace pequeña. Las paredes se estrechan a su alrededor. La madre la mira. Es su primera enemiga. Está de parte de ellos. Se siente sola, endemoniadamente sola. Y justo en ese momento, sabe que no llegará a los catorce.

Antes muerta que llegar a la talla 38.

El Club de Escritores Párrafos Atenienses es coordinado por Asunción Cabello, junto a la vocal de Acción Literaria, Vicky Molina

VOCALÍA ACCIÓN LITERARIA

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