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Mis maestros de la vida

Por ASUNCIÓN CABELLO LÓPEZ

Con este relato de su libro «Bajad la voz» se despide la coordinadora de Párrafos Atenienses, cerrando así un ciclo de cuatro años, que dará paso a un nuevo club de escritura a principios de otoño

POR ASUNCIÓN CABELLO LÓPEZ

Entré en la consulta friccionando previamente los zapatos contra un felpudo gastado en su centro, dejé caer el paraguas dentro de un jarrón de latón, me acerqué a la mesa. «Agustín Lara Mellado, tengo cita a las siete y media», dije en leve susurro. Deslizó la punta del bolígrafo sobre la página del diario rayado, encuadernado en rojo, hasta punzar mi nombre. «Siéntese, por favor, el doctor le recibirá enseguida». Me senté frente a ella sin mirarla, crucé las piernas y observé humedad en el bajo de mi pantalón de marca.

¿Cómo empezaría mi historia? Seguramente me diría que por el principio. ¿Dónde estaba el principio? La insistente lluvia golpeaba el cristal de la ventana a mi espalda. No había más pacientes. La secretaria encendió el plafón redondo del techo y debió ver mi intenso rubor, porque de inmediato apartó la mirada.

Minutos después, por la puerta del fondo a la izquierda salió una señora de mediana edad, estrechas sus formas, con gafas oscuras. Oculta su vergüenza, pensé. Sacó del bolso dos billetes de cincuenta euros y los dejó sobre la mesa. «Hasta el martes», dijo. La secretaria, desabotonada la bata blanca sobre jersey rosa palo de lana fina, asintió con una sonrisa ensayada. Noté seca la boca. «Ya puede entrar», anunció en tono neutro. Dirigió la punta del bolígrafo hacia la puerta de madera clara. Forcé mi nariz a inhalar más aire, me incorporé, caminé despacio.

Abrí la puerta con mano húmeda y palpitaciones. «Pase», pidió la voz seca. Primer mandato, pensé. Dominaba su espacio. Dudé, me giré, volví a girarme; acerqué mis piernas vibrantes y quedé frente a él. «Siéntese», exigió sin enfatizar. Segundo mandato. Señaló un sillón forrado en rojo granate, hermanado a los márgenes de la moqueta, más rozada en su centro. ¿Cuántas pisadas apesadumbradas como las mías habían gastado su magnificencia? La totalidad de las paredes abrigaban libros de distintos tamaños con cantos encuadernados en verde cazador. Un caballo de bronce hincado sobre sus patas traseras aplastaba un taco de pequeños papeles iguales. El abrecartas plateado bailaba entre los dedos de su mano derecha como si fuese un juguete. Miré fijamente el cubilete de madera con grabados de cabezas perrunas estrangulando lápices, bolígrafos, rotuladores.

El sillón donde se sentaba le sobrepasaba dos cabezas de alto y un cuerpo de ancho. Detrás de mí y a su izquierda, el famoso diván negro atribuido a Freud esperaba a que me sentase. La quietud forzada del lugar y los motivos que me habían llevado hasta allí no ayudaban a humedecer mi boca; sin embargo, tenía que hablar.

—Aprobé las oposiciones de Inspector de Aduanas con tan solo veinticuatro años; siete años después me casé con la única mujer que creyó poder salvarme de lo que soy. Tengo dos hijos: una chica que ahora cuenta quince años y un varón de once. —Froté los labios buscando saliva, igual daba fuese sólida o espumosa.

—Estaría más relajado en el diván, ¿no cree? —Sus largas y descarnadas manos se mantenían superpuestas en el borde de la amplia mesa a ras de su escuálido pecho. Vestía de calle: camisa blanca, corbata a rayas sesgadas y rebeca marrón pardo.

Me levanté del sillón, le di la espalda, anduve varios pasos en diagonal hasta alcanzar las estanterías de la izquierda. Paseé el índice por el canto de algunos tomos queriendo adivinar, retener el sentido exacto de su contenido. Noté que me seguía con la mirada sin dejar de girar, por el sonido casi imperceptible, el abrecartas. ¿Qué esperaba de mí? Sentí falta de aire. No podía seguir de espaldas a él caminando sin rumbo alguno. Me tumbé de costado sobre el diván, siempre de espaldas a él, con cuidado de dejar fuera del acolchado negro los pies húmedos encajados en botas tobilleras. Miré la línea que une pared y techo. Varias bombillas de baja intensidad distribuían placidez al recinto. El tiempo se detuvo. Tenía que hablar, llamar a las cosas por su nombre, o irme.

—Siga, por favor. Dos hijos y… —anunció desde muy lejos.

¿Cómo decir que antes de cumplir los ocho ya mamaba la polla de mi tío y abuelo en la biblioteca de la casona donde ni mi abuela podía entrar sin llamar? Dos hombres de carácter que se cebaban de sus miserias al tiempo, tiernos y generosos conmigo, asfixiando, sin parecer conscientes, menos aún culpables, de sus abominables actos, matando, antes de nacer, una incipiente hombría. Jamás tocaron a mis dos hermanas; éramos un trío perfecto en el que el secreto izaba nuestro trofeo. ¿Dónde estaba mi padre entonces, sangre de su sangre? Sabía o simulaba ignorar lo que pasaba en aquella gran estancia de sabiduría por siglos, desde Aristóteles al último Nobel pasando por Shakespeare, testigos silentes, sin vocear sus páginas gritos acusadores contra los corrompidos.

—¿Prefiere el sillón? —preguntó pausadamente.

—No, gracias, estoy bien así.

Estiré mi brazo libre por encima de la cabeza, necesitaba aire y no me quería levantar. Imágenes nítidas venían a mí.

Al principio, el asco me quitó las ganas de comer y fui lombriz con pantalón corto. Ellos no cedieron, me sustentaban con juguetes caros que mi padre, funcionario de Correos, no podía pagar. Jamás preguntó el porqué de tanta generosidad sobrada. Hasta los diez mantuve una actitud sumisa frente a sus peticiones cada vez más insidiosas. Tumbados, desnudos sobre el parqué previamente cubierto por una colcha floreada y, en medio de ellos, en cueros, despojado de mis sueños de niño, jurando bajo lengua callada no volver a ceder, enroscaba cada mano en sus sexos ya erectos, en un ir y venir de glandes, mientras giraban sus cabezas introduciendo sus lenguas en mis orejas, insistían, hasta sentir el calor húmedo empapar mis manos, que, una vez llenas, debían embadurnar sus vientres, flácido el abultado de mi abuelo, terso el de mi tío aún joven, chupar sus fluidos después, y acabar la sesión besando sus bocas nutriéndolos con su propia savia.

—Una chica de quince y un chico de once, ¿es así? Siga —insistió amablemente.

¿Seguir con qué? Jamás oí palabras de contrición. «Somos tus protectores», decían escurriendo de sus bocas semen nuevo, el mío, aún sin madurar. «Tus maestros de la vida. Te queremos», repetían degustando el pastoso líquido. Las posturas cambiaban. «En la creatividad hay magia», sonreían al tiempo, de haberlo ensayado mil veces. Se giraban a ambos lados de mis caderas y endurecían mi pene embadurnándolo con gelatina sabor fresa, introduciéndolo en sus anos, por turnos, hasta observarme exhausto. «Es nuestro juego, único en el mundo, debe ser placentero, tiene que gustarte tanto como a nosotros», decían a coro estudiado. Luego friccionaban sus erecciones y las introducían por turno dentro de mí, con siseo babeante de placer, sin querer mirar mi cara contraída, crispada de dolor, evitando mirar las fisuras anales que me hacían. Nunca olvidaban envolver sus lenguas en la mía, atorando mi boca, aun sabiendo que me costaba respirar.

—¿Desea dejarlo para otro momento? —observó sin prisas.

¿Otro momento?, ¿qué momento? Martes y viernes, con inquietud de siervo ante implacables amos, a la espera del regalo como único aliciente y soporte de lo que no quería pensar que vendría después, corría al clan nada más salir de clase. Nadie sabía. ¿Nadie? Quizá mi madre sospechara algo, pensé a veces, por su mirada baja al llegar a casa pálido, hundido el pecho, labios resecos, dando arcadas, pero no investigó. Para qué. Los regalos eran de mi abuelo, de mi tío: varones fuertes, también delicados, generosos con ella y mis hermanas. «Tiene usted suerte con sus hombres, tan honestos, buenas personas», adulaba a mi abuela, que en su madurez, seca, callada, intuía más de lo que aparentaba saber a juzgar por las miradas de misericordia dirigidas hacia mí y la vergüenza que transmitía al abrazarme con temblor en su pecho, en sus manos.

—Intente recordar simplemente, le será más fácil —dijo convencido de sus palabras.

Simplemente. Como si no me costase recordar que tengo piel. A veces pienso que nadie hubiese podido evitarlo, tal vez yo ya era así, o no. Jamás sabré cómo habría sido mi vida de haber nacido en una cuna diferente. ¿Dónde estaba Dios? Pasé la catequesis envuelto en la mentira, comulgué mi primera y última vez masticando la hostia con rabia, ni Él quiso librarme de aquello. Bicicletas, patines, equipo completo de fútbol, de baloncesto, raquetas de tenis, ¿con qué clase de amor me querían comprar? Aparentaban ignorar que absorbían mi niñez. Apenas podía caminar una hora sin agotarme. Muñecos superhéroes articulados, pósteres galácticos, katana japonesa y mil cosas más rodeaban las paredes de mi cuarto desintegrando vigilias, sin llegar descanso.

—Ha empezado, solo haga un esfuerzo —seguía convencido de sus palabras.

¿Un esfuerzo enunciar lo sucio? Al cumplir los trece mi obsesión por evitar tales encuentros me postró en cama varias semanas; odiaba mi sexo, deseaba ser mujer, envidiaba a cualquiera de mis hermanas, planas entre sus piernas, ajenas a mi profunda desesperación. Dejé el almanaque ciego de martes y viernes. Mi madre sonrió. «Esos días no cuentan, porque visitas a la familia de tu padre con regalo incluido», dijo, sin percatarse de que hacía meses que no llevaba a casa ningún obsequio manchado de esperma. Mi figura consumida, pómulos hundidos, ojeras oscuras de viejo, boca abultada con llagas, ¿no despertó sospechas? Cómo pueden obviar una madre, un padre, la mirada de un hijo humillado, destruido como varón, aborrecido en sí mismo.

—Si quiere, lo dejamos para otro día —dijo sin alterar el tono de voz.

—No, ya estoy aquí —dije por decir.

Noté cierta densidad en la habitación. Sentía la presencia del profesional, no del hombre, esperando oír esas miserias que nunca había contado siquiera a mi mujer con tanto detalle. La lluvia continuaba golpeando con el mismo sonsonete el cristal de una ventana igual a la del pasillo. Presté atención al silencio. Se estaba bien allí, repleto el aire de confesiones a morir pegadas a densos tomos encajados en paredes mudas.

—Bien, continúe entonces —volvió a insistir tras mi obcecación en no irme o hablar.

«Continúe»; si no había empezado. Me sumergí en un pasado lejano. Seguimos nuestro ritual hasta la muerte de mi abuelo, cumplidos mis diecisiete. «Un infarto fulminante, imprevisible en un hombre de su complexión y buena salud», dijeron los doctores. Cómo podían saber ellos de sus excesos, tan elegante, tan culto. Abogado de cierto renombre, admirado por sus colegas, jubilado con méritos, nacido del mismo vicio oculto que mamó de su padre como estigma. Pasados los días, mi tío perdió interés por mí: «Sin él no es igual», dijo, buscando fuera lo que me había arrancado durante años. Cerró la puerta gruesa, insonora, de la biblioteca con triple vuelta de llave. Supe así que el pacto inquebrantable del clan del vicio enaltecido se había roto para siempre. Dejé de visitar la casona y sentí la biblioteca ahorcar mi garganta. Mi abuela no preguntó por mi ausencia durante los encuentros con mi madre y hermanas.

Las noches se volvieron dolor y los días hambre. ¿Qué habían hecho de mí los que tanto decían amarme? Mis ojos se secaron mientras mi sexo clamaba acción. Intenté hacer amigos, salir con chicas, jugar a normal. No funcionó, los hombres de mis pesadillas estaban dentro de mí, hurgando donde no debían, recordándome que no era como los demás, que de nada serviría mi negación, que era uno de ellos.

—Puede seguir —su voz se diluyó en mis oídos.

Seguir, qué voy a seguir, cree en su tono persuasivo. No sabe que durante meses escondí la agitación, el deseo febril, la ansiedad, eyaculando en retretes propios y ajenos, que solo Tomás Blanco, mi profesor de Historia en su último año docente, intuyó quién era yo al observar durante un recreo que miraba obscenamente su bragueta, la bragueta de un viejo, sin saber de mi abuelo, de lo que es capaz un hombre aparentemente de bien. Se me acercó: «¿Quieres hablar?», dijo casi con indiferencia, tal vez para no asustarme más de lo que ya estaba al saberme descubierto. Le mentí. No me creyó. Dijo: «Cuando te sientas preparado busca ayuda». ¿Dónde? ¿A quién? Cumplí dieciocho perdido el color, envuelto en piel sin masa, con mirada de vicio. ¿Nadie notaba nada? ¿Acaso no me miraban?

Centré todos mis esfuerzos en los estudios y saqué las mejores notas; eso me hizo popular entre mis compañeros. Querían mis apuntes, que les diera clases particulares sin freno en el pago. «Lo que sea, pide lo que sea, necesito nota», decían mirando de frente mis ojos corruptos. De ahí nació la idea, una idea perfecta, abominable, sí, pero imprescindible. Tenía que crear un clan como el de mi abuelo. ¿Podría? ¡Claro que podría!

—¿Se encuentra bien? —oí de lejos.

—Sí —dije, removiéndome en el diván.

Su pregunta se mezcló con la voz enronquecida de mi abuelo, fétida, podrida de blasfemia dentro de mi cabeza durante el sueño, prolongada en la vigilia. Pero si lo conseguía, ¿qué sería de mí? No sería mejor que ellos. Me asaltaron formas grotescas de acabar con mi vida: introducir un calcetín enrollado en la boca y cubrir mi cabeza con mantel de hule, adherirlo al cuello con tres vueltas de cinta adhesiva, como paquete que no va a ningún destino, ahogándome en mi propia baba. Quedarme sentado en el alféizar de la ventana de mi cuarto, en cueros, mientras la lluvia de enero empapaba mis escasas carnes colándose en los huesos hasta el alba. ¿A quién contar lo que me pasaba? ¿Quién me creería después de dos años muerto mi abuelo? Mi tío, evasivo siempre, nunca me llamó. Leí, leí manuales sobre sexo, perversión, adicción. Cómo librarme de aquello. Había cumplido diecinueve, dejaba atrás mi adolescencia envuelta en miedo y repugnancia, pero sobre todo en profunda soledad. Un gran vacío se expandía en mi interior. Lloraba mansamente, sin ruido. «Bajad la voz», decía mi abuelo envuelto en sudor y ansias.

—Le oigo —dijo, como si hubiese hecho una pausa y tardase demasiado.

¿Qué podía oír él fuera de mí? Aquellos días era imposible dormir si antes no dejaba escapar mi savia, y aun así me recargaba enseguida. Rara la noche que no iba dos o tres veces al váter. En casa pensaron que era flojo de vejiga. Busqué consuelo en los rezos, intenté comprender el concepto de abstinencia, celibato, autocontrol. Miraba a mi madre con tanta intensidad que la obligaba a preguntar, contra ella misma: «¿Tienes problemas en la facultad? ¿Te gusta alguna chica? Tráela a casa». Me irritaba su candidez, su estúpida ignorancia, buscada o no. Cómo decir a mi madre que necesitaba dejar de joderme a mí mismo. En esos años de soledad onanista, leí a los grandes: Camus, Faulkner, Hemingway, Poe, Kafka, en un no sentir tan aguda la obscena obsesión. Noté que mi forma de hablar cambiaba, era más culta, incluso superaba la de mis profesores. Eso me hizo sentir diferente, más seguro.

—¿Quiere un poco de agua? —preguntó sereno.

—No, gracias —dije, siempre de espaldas a él.

Instintivamente miré mi Rolex, regalo de mi abuelo cuando aún no tenía edad para lucirlo; llevaba cuarenta minutos hablándome a mí en vez de a él. Dejé que el repiqueteo del agua contra la ventana entrara en mi cabeza. Paz me pareció una palabra demasiado grande, pero me acerqué a ella. Bajó mi intensidad de ayer al nivel del cálido alumbrado y sentí plana la respiración. Saqué mis botines y los dejé caer, estiré las piernas adormecidas, hormigueantes.

—Si está incómodo, siéntese —dijo sin parecer mandato.

No era la postura lo que me perturbaba. Aun sintiendo aquella superioridad lingüística, no sobrepasó al deseo. Claudiqué, sí. Sé que debí resistir, pero mi espalda parecía tener alas, mis huesos empujaban la piel. El pecho se hundió hasta dolerme respirar. Mis piernas de alambre olvidaban el equilibrio. Nunca había estado tan cerca de la extinción. Miré a mi padre sentado en su sillón amplio, forrado en piel negra, con su corpulencia de hombre satisfecho, macho sin deseo confeso u oculto, leer el diario. Si alguna vez formó parte del clan, había salido ileso de él. Me costaba creer que ignorara su existencia. ¿Evitaba mirarme porque no quería saber? Después de todo, eran los suyos. No pregunté, temía que me mintiese. El odio se acentuó aún más hacia mí, hacia él, tan supuestamente extraño a los hechos. Pedí a mi abuela, a través de mi madre, los libros de la biblioteca. Se negó. Supongo que no quería perpetuar un legado manchado de perversión en su nieto.

—Creo que debería volver en otro momento —aconsejó.

—Aún me quedan veinte minutos.

Bajé el brazo que había mantenido estirado detrás de la cabeza y lo posé a lo largo del cuerpo girado de espaldas a él. Los recuerdos empujaban. Mandé que hiciesen encuadernaciones iguales a las de mi abuelo, esta vez sin textos, vacías. Cubrí de estanterías las paredes de mi cuarto. Compré una colcha con motivos florales en el rastro. Hice una reproducción casi exacta del lugar donde exigieron sacrificar mi inocencia, la santidad de un niño. Ahí, con pestillo corrido, prohibida la entrada a mi madre y hermanas, tal como hiciesen mi abuelo y tío con mi abuela, continué un legado que quemaba mis huesos. Ofrecí a los alumnos más torpes, en el último año de carrera, lascivia a cambio de sabiduría. Nunca tuve tantos amigos, decían mi madre y hermanas, acabadas ya sus adolescencias.

—Pruebe a volverse hacia mí, quizá eso le ayude —dijo en tono neutro.

¿Volverme hacia él podría ayudarme? Debería irme. Terminé la carrera cum laude sin haber conocido mujer. El amor era un misterio, algo grande, prohibido para mí. Con el título colgado en la pared del salón, mi padre argumentó sobre mi futuro; él, que jamás se preocupó de mi pasado. Decidió que debía hacer oposiciones con cierto nivel. «Tú puedes», dijo, como si me conociera a fondo. Elegí Inspector de Aduanas porque era la más pronta. Estudié a morir un futuro solvente, quedé el segundo en mi tribunal.

—Me voy a levantar —dije sin mirarlo, me giré hacia él, me agaché y metí los pies en los botines aún húmedos—. ¿Le importa si camino un poco por la habitación?

—No, por supuesto que no.

Alisé el pantalón algo arrugado, eché el pelo lacio, más abajo del cuello de la camisa, hacia atrás. Caminé en línea horizontal desde el diván a la pared, baja la cabeza. Pensamientos superpuestos acudían a mí. Por aquel entonces, intenté buscar en la biblioteca municipal a jóvenes con fuertes deseos de superación en sus materias. No tuve suerte con ellos, pero sí con las chicas, mujeres enamoradizas, soñadoras, deseosas inconscientes de conocer lo prohibido, amantes de la juventud, ignorantes en el sexo. Me sacudí la culpa escondiéndola en libros antiguos y entré de lleno en la poesía como técnica de seducción: Alberti, Rimbaud, Machado, Neruda. Me hice experto en el engaño, en la falta de moral. Me asqueaba hasta mi sudor, pero el deseo de probar algo diferente, con las mismas ansias de poseer nuevos cuerpos, me superaba, y descubrí que ellas no eran tan distintas a los hombres una vez entradas en la rueda del deseo. Investigué el porqué de no tener preferencias, me valía igual cualquier oquedad donde penetrar.

—¿Sigue en pie el vaso de agua? —pedí, sentía arena en la boca. La lluvia había amainado. Los cristales callaban.

—Llamaré a la señorita. —Tocó una campanilla de metal que sacó del cajón.

Mi cabeza no paraba de hablar. El miedo a ser descubierto por mi madre y hermanas bajó tras las primeras citas. A su vez, cada visita nada sabía de la anterior, se sentían a salvo. Los juegos eran improvisados, les invitaba a imaginar, inventar, desafiar, romper lo establecido, forzar estructura ósea a posturas impensables. Las encuadernaciones, vacías antes, se iban llenando de culpas mías y ajenas, ocultando vídeos porno con todo tipo de aberraciones.

—Traiga al señor un vaso de agua, por favor —dijo a la joven del pasillo nada más entrar.

Fuera, el agua volvía nuevamente a arremeter contra el cristal. Sentí los pies fríos. La frente me ardía. Después de aprobar las oposiciones busqué un ático pequeño. Estaba harto de someter el delirio de mis clientes al silencio. Temía posibles intrusiones familiares en mi ausencia.

Mi futuro laboral peligraba. Era consciente de que si se llegaban a filtrar mis exigencias sexuales en un trabajo tan supuestamente estricto contra la adicción al sexo, no en corrupción aduanera, el rechazo sería total. Una de mis amigas íntimas trajo a Irene, su hermana mayor, a una excursión blanca, sin libido, de fin de semana a un albergue de montaña. Nunca me había cuestionado mis preferencias físicas: gordos, flacas, feos, altas, jóvenes, maduros…, era cuestión de empatía. Una mirada a los ojos del vicio, a la disponibilidad del de enfrente, era lo que me la ponía dura.

—Aquí tiene —dijo con voz mecánica.

Me acerqué a ella sin apenas mirarla, cogí el vaso y bebí hasta la mitad, el agua entró disminuyendo el fuego que sentía. Se lo devolví. Salió al instante.

Me pareció ver en ella a Irene, mi mujer, que en aquel entonces, a pesar de haber cumplido los treinta y dos, aún estaba por estrenar, tímida, seria, enrojecía con facilidad. Me pareció no un cuerpo que sumar al clan, sino un viaje experimental desde dentro hacia el exterior. Me propuse enamorarla con mi labia poética, detalles, atenciones, llamadas, como a una adolescente. Cuando la tuve rendida era yo quien lo estaba de ella. Le conté mi peculiar forma de vivir el sexo, y aunque pareció escandalizarse, creyó poder salvarme con su amor, su ternura, aun en su poco saber del tema. Resistió en su virtud hasta la boda. El primer año le fui fiel, encontrando en ella disponibilidad total a mis necesidades, hasta el nacimiento de nuestra hija. Luego hubo cierto rechazo por su parte y demasiados pretextos. Siempre estaba cansada, o le dolía la cabeza, o estaba preocupada por la falta de leche en sus mamas para la niña y para mí. Me desesperé en noches de llantos de ambas.

—¿Quiere hablar ahora? —dijo con los codos en los brazos del sillón, unidos los dedos de las manos.

¿Ahora? Seguí mirando al suelo sin querer parar los recuerdos. No dudé, salí al mundo tomando con gran virulencia mis apetencias aparcadas y le mentí. Las excusas más absurdas simulaba creerlas. Conecté con algunos amantes de ambos sexos que hacía tiempo no veía, y reanudamos nuestras actividades en el ático, que había conservado después de la boda, aunque había comprado una casa con jardín trasero. Era como tener dos vidas en una. Siempre estaba dispuesto para fornicar, en casa con Irene y más allá de mis deberes conyugales, el animal que llevaba dentro se desbocaba. Mi segundo hijo, un varón, tampoco me frenó aun recordándome mi niñez. Irene comenzó a protestar por todo, y yo dejé de ir por casa durante largas temporadas. Hace un año, en el catorce cumpleaños de mi hija, hice las paces con Irene. Volví a casa con la intención de abandonar esa necesidad anclada en mi suero, que conseguí a medias.

—No sé si es consciente del tiempo —dijo en el mismo tono neutro de antes.

—Sí, lo soy. —Miré el Rolex de nuevo, faltaban diez minutos. Seguía de espaldas a él, frente a la puerta.

Mis pensamientos comenzaron a correr llevándome a lo más bajo de mí. Hubo ocasiones en que, sin poder conciliar el sueño, subía al coche, bajo complicidad en noches ofuscadas, hacia el extrarradio, donde prostitutas extranjeras, jóvenes y maduras paseaban tacones de aguja comprados en rastros de barrio, camisetas sin mangas tres tallas menores y shorts a las ingles que, por escasos euros, estaban dispuestas a cualquier vejación imaginable bajo luces opacas de farolas, junto a los bordillos de las aceras. Aprendí de ellas que no solo el sexo daba satisfacciones intensas, también el poder, y entendí a mi abuelo al escoger a una chica no mayor que mi hija, abofetearla, morderle los pezones hasta hacerla aullar, arañar con saña sus nalgas. Las humillaciones que infligí aquella noche a esa chica las sentí sobre mí, con la vehemencia del pasado, y lloré mientras chupaba su boca de niña. Entendí que había entrado en un camino sin retorno.

—No tiene sentido que siga aquí, ¿no cree? —dijo sin moverse del sillón.

La persistente lluvia no dejaba de martillear, ahora con fuerza, no solo el cristal, también el marco de la ventana. Pensé en la razón por la cual estaba allí. Hacía dos semanas que mi hija había cumplido los quince. Era su fiesta de cumpleaños y estaba radiante. Sus ojos despedían esa incipiente sensualidad adolescente que antes no había percibido. Me fijé en su forma de moverse por la casa, sus gestos coquetos, su bamboleo de caderas, el echarse con el dorso de las manos desde dentro hacia atrás su larga melena lisa, oscura, buscando ser acariciada por manos no mías, y mi celo de padre que quise creer, no era más que excitación de macho a punto de perder a su hembra aún sin desflorar. Me empalmé mientras ella cortaba la tarta frente a sus amigos y amigas de secundaria. Tuve que ir al váter a follarme a mi hija en mis pensamientos obscenos. La vi como a mi pequeña puta del extrarradio, gimiendo, suplicando que no le pegara al tiempo que provocaba mi ira mordiéndome donde podía, y me corrí en sus bragas, sacadas del canasto de la ropa sucia, mientras hipidos fuertes me ahogaban.

—Deseo a mi hija como mujer —dije al fin, encendido de vergüenza.

—¿Por eso está aquí?

Callé.

—Continúe.

Giré la cabeza hacia la ventana que había junto a él. Apenas quedaban cinco minutos de sesión. El agua aporreaba el cristal con intención de romperlo. La tenue luz destruyó, con un golpe de claridad insultante, una intimidad artificial, dando por concluido un tiempo comprado. Lo miré más allá de sus viejos y cansados ojos. Su incitación a continuar seguía golpeando en saque continuo de squash contra las cuatro paredes y puerta que nos encarcelaban. Tras mi silencio inquirió:

—Dígame. —Su enjuta figura se irguió tras la mesa—. ¿Qué hace usted aquí?

Miré mis botines casi secos, volví de nuevo la cabeza hacia la puerta, salí despacio al pasillo, dejé cien euros sobre la mesa antigua de nogal. Fuera había dejado de llover.

En palabras de Asunción Cabello:

«Un martes de 2019 entré en un portal ancho, alto, antiguo, cargando en sus paredes marcos con mujeres enlutadas sufriendo «La pena negra».

La escalinata piramidal marcaba el bajo de sus peldaños con frases sugerentes.

La luz bajaba flotando.

El gentío de la calle movía los cimientos.

Alguien me pidió que creara un grupo de escritura.

Por qué yo, y por qué no.

De mi almohada salieron duendes sin voz con ganas de pintar un cártel.

Cómo iba a decirles que no,

se hubieran marchado de mis sueños para siempre.

Al amanecer,

el Club de Escritura Párrafos Atenienses besó mis ojos.

El Ateneo nos cobijó en su biblioteca.

El mundo malagueño deseoso de escribir y superarse, no dudó, se amarró al desasosiego del escribiente obsequiándole con creaciones presenciales literarias semanales.

Después, el encierro del país

nos llevó a amarrarnos con fuerza a nuestras letras.

Queríamos seguir,

teníamos que seguir,

imposible no seguir.

Siento orgullo,

¡no!,

siento un gran cariño por mis compañeros/as, por mi dedicación de cuatro años a fomentar el deseo de escribir, de corregir, de leer, de comentar.

Todo en un ambiente cálido,

de respeto,

de alegría.

Incluso creé un Facebook

para mostrar al mundo virtual

algunos de nuestros trabajos.

El próximo curso no estaré.

Tengo varios proyectos de escrituras propios que exigen todo mi tiempo y dedicación.

Aun así,

en septiembre comenzará un nuevo club,

una nueva coordinadora,

un nuevo cartel.

El Ateneo cumple sus promesas

y ningún escribiente se quedará fuera de sus brazos.

Gracias, Ateneo,

por acoger en un refugio online

la creatividad literaria

de quienes acuden a ti».

Gracias a ti, Asunción.

EL CLUB DE ESCRITORES PÁRRAFOS ATENIENSES HA SIDO COORDINADO POR ASUNCIÓN CABELLO, JUNTO A LA VOCAL DE ACCIÓN LITERARIA, VICKY MOLINA

3 Comments

  • Vicky Orosa
    07/07/2023

    Gracias por tanto, Asunción

  • Marisi
    11/07/2023

    Qué maravilla, Asunción. Me gustaría participar el próximo curso. ¿Cómo hacerlo?
    Enhorabuena por tu relato y por tus palabras

    • Ateneo
      17/07/2023

      Buenas, después del verano empezaremos a dar más detalles del nuevo curso, con un nuevo correo al que dirigirte para solicitar tu participación. Estate atenta a nuestras redes. Y mientras tanto tienes cualquier duda, escríbenos un correo a blogateneodemalaga@gmail.com
      Gracias por tu interés

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