Por LAUTARO FRANK
Texto del mes, seleccionado entre las propuestas de los escritores del Club ATENEA INSPIRA, que quincenalmente se reúnen en el Ateneo de Málaga
Una mañana, tras abrir la puerta de su habitación, descubrieron que Ignacio ya no estaba. Se había marchado por la noche. Nadie lo escuchó irse, tampoco dejó rastro alguno. Su cama deshecha, su armario completo. Lo buscaron durante varios días sin discriminar ningún punto cardinal. Nadie creyó que se escapase, más bien lo creían extraviado, porque Ignacio era sonámbulo. A pesar del esfuerzo de jornadas de búsqueda no volvieron a verlo. Se había evaporado y, poco a poco, se acostumbraron a su ausencia.
Aquella misma noche de su desaparición, Ignacio recuperó el estado de vigilia gracias al abrazo frío y húmedo que la noche da en el bosque. Se descubrió en pijama, enredado en las vísceras de aquel reino vegetal. El vendaje del sueño dejó sus ojos en libertad, pero era incapaz de desandar sus pasos. Cada uno de ellos era una incógnita.
Caminó errante con un pijama cada vez más deteriorado por los latigazos de las ramas. El bosque, caprichoso, se regeneraba frente a él, haciendo que cada paso lo depositara en el mismo lugar del que había partido. Tenía frente a sus ojos una película estática y permanente que apenas era cortada por un hilo de agua que bailaba cuesta abajo entre sus pies.
Infinitas jornadas pasaron hasta que esa película perenne que el bosque le enseñaba día tras día pasara a ser la escenografía de un orden orgánico y total. El caos frente a él se deshizo, cayendo como un telón blando y sedoso que sueltan de sus extremos y se precipita lentamente al suelo, dejando ver tras de sí como cada elemento, objeto, cuerpo y esencia interactuaban, unos con otros, dándose un sentido recíproco y conformando un algo superior en su conjunto, que armonizaba con todo lo circundante. Lo visible y lo invisible. Frente a sus ojos vio un presente absoluto en el que se estrechaba el puente entre las fuerzas del pasado y las del porvenir.
Vio como cada tronco, rama, arbusto, haz de luz, hoja seca e insectos se revestían de una concordancia amplia y específica. Sus sentidos cambiaron. Ahora, sus oídos podían capturar las frecuencias más sutiles, oír lo inaudible. Sus ojos vieron las múltiples formas de la luz. Toda la gama cromática se desnudó para él. Los vellos de su cuerpo adquirieron la sensibilidad de una tarántula. Su faringe se regeneró con una nueva morfología. Su garganta era un arcoíris de sonoridades, pudiendo emitir distintos registros en simultáneo. Una nueva percepción emergió en él que le permitía comunicarse con el propio bosque. Logró, incluso, interpretar el propio aire que llenaba sus pulmones.
Conversó con varias mariposas y todas afirmaron que su vida de oruga era mejor. Comprendió el lenguaje de los minerales. Las rocas le relataron el placer que sentían al dilatarse bajo los rayos del sol y de sus rígidas constricciones durante las épocas gélidas. Un arroyo le confesó que prefería ser hielo para dejar de correr, otro le dijo que era feliz simplemente siendo arroyo.
Las hormigas le contaron los secretos de bajo tierra y cómo daban forma a las cavidades de sus hormigueros. Habló con un lobo que sostenía que en su manada no había hermandad, solo un funcionalismo práctico y apático. El cánido despotricó contra el alfa y se regodeó hablando de las ubres hinchadas de la manada.
Conoció los secretos de la sabia y las preferencias del rocío. El bosque le enseñó sus anhelos, le confió su edad, sus brisas preferidas, cuáles eran las lluvias más revitalizantes y le insinuó el pavor que sentía por los incendios.
Ignacio logró desentrañar todos los lenguajes y su comprensión lo llevó a una nueva forma de felicidad que se manifestaba en una profunda serenidad de su espíritu. Las verdades absolutas estaban a su alcance y disfrutaba de ellas mientras seguía recorriendo el denso bosque, sintiéndose siervo y señor.
Cierto día, vagando y envuelto en esa comunión, halló un ser de pequeña estatura. Era un gnomo que caminaba presuroso hacía el oeste, siguiendo la caída del sol. Ignacio, impulsado por el cosquilleo de la curiosidad, fue tras él, mas no pudo alcanzarlo. El gnomo era ágil y su paso determinado.
Al cabo de una generosa porción de tiempo, en un recodo del camino lo perdió de vista. Se halló a sí mismo solo, en un sendero desconocido. Dentro de él una fuerza lo empujó a continuar caminando, aunque ahora lo hacía a un ritmo más pausado.
Antes de que cayera la noche, la larga caminata lo depositó subrepticiamente en un claro. Frente a él aparecieron unas casas que reconoció inmediatamente. Era su pueblo. Había regresado. Sintió júbilo por poder volver a su hogar. Desbordado corrió hasta la plaza central convocando a todos los pobladores a su paso, que lo reconocían y se congregaban en torno a él.
Una vez en la plaza, con los ojos envueltos en brillo se dispuso a compartir su experiencia, a revelar los secretos de la tierra. Comenzó a hablar alto y claro frente a la escasa multitud, que era casi todo el pueblo, pero frente a él las miradas eufóricas se fueron cubriendo de desconcierto y miedo. Algunos incluso abandonaron la plaza con una sensación de tristeza y horror. Todos se preguntaban que ánima oscura acompañaba a Ignacio y le había robado el habla. Nadie lograba comprender los extraños sonidos que el desdichado emitía.
En cariñosa memoria del compañero Juan Francisco de la Rosa
El Club de Escritores Atenea Inspira es coordinado por Lola Acosta, junto a la vocal de Acción Literaria, Vicky Molina
VOCALÍA ACCIÓN LITERARIA
Un placer leerte de nuevo, Lautaro. Estupendo relato.