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BOQUERONES A LA DERIVA: De piedra y luz

Por DANIEL ZÁRATE RODRÍGUEZ

La caliza de sus estructuras se ha arraigado tan dentro de mí ser que el mero recuerdo de uno de ellos me devuelve a la infancia. Soy español, andaluz, malagueño. Conozco cada una de las fallas en la costa, cada resalte, las colinas y cerros que observan a los barcos navegantes pasar ante ellos. De joven, paseaba largo junto a mi padre, por todo camino habido y por haber, de este paraíso de pino y carrasca con olor a mar. Amaba mi padre la vista marina. Imbuido de sentimientos inciertos, yo le seguía como patito a pata. De vuelta, nos sorprendía siempre la noche, bañándonos de vacío y trasladándonos al cosmos. En el avance del regreso, aquella estructura monolítica en plena obscuridad, frente a nosotros que, taciturnos como el paisaje, avanzábamos sin prisa, iba dejando ver su silueta blanquecina, unas veces en Mijas, otras en Marbella, otras en la capital o en Estepona, materializándose ante nosotros, espectral, insospechada. Lacónico, como era mi padre, me relataba la historia de aquellos faros que avistábamos en nuestros paseos. El Capitán Onofre Bosch había conocido a uno de los faros de sus relatos, su favorito, como si Robert Louis Stevenson lo hubiese creado para él. Nunca supe, ni sabré, cuanta verdad y cuanta leyenda quedaba contenida en cada uno de aquellos relatos, pero aún me persiguen en sueños, personajes que habitaron aquellas torres de luz, y tormentas que las azotaron, haciéndolas doblar como trigo ante el viento. Odiaba mi padre las aglomeraciones, tumultos, y el ajetreo que traen consigo, pero amaba -o al menos así lo parecía expresar-, la costa-casi un oxímoron en sí mismo-. Y no había nada que le gustase más, que la imagen de un faro con el mar de fondo, siendo el que más -y aquí la disonancia-, el faro de las islas Chafarinas en la isla Isabel II. «Esta isla es Malagueña digan lo que digan» lanzaba el mohín al aire mirando melancólico a aquel deslumbrante faro erigido tiempo ha «Es el más bello que he visto nunca», se relamía, siempre, tomándome del hombro, «no valoramos lo que tenemos», se lamentaba con la mirada perdida sobre su blanca cúpula. Por ese odio que profesaba mi padre al gentío y al bullicio, al trasiego veraniego de aquella islilla indefensa ante el apropio del turista desenfrenado, marchábamos para allá, tan solo, en los meses de invierno. Caminábamos, rodeando la isla casi deshabitada, hacia el este, comenzando el circuito por su costa norte, para así, encontrar el faro situado al sur al atardecer, ya, de regreso al puerto. Algunas tardes de cielo anaranjado, aparecía suntuoso, grácil, recortado sobre el infinito paisaje marino. Allí plantados, aguardábamos en silencio, disfrutando de aquella estampa de contrastes en que los tonos calizos de la torre y los blancos de cal, combatían en una lucha por lo sublime contra el cielo, el mar y la tierra. Allí, tras aquella balaustrada marina que cercaba al centinela del mar nocturno, dejábamos que aquel viento invernal, frío y húmedo, nos llenase los pulmones, y ateridos de cuerpo pero calientes de alma, sentíamos que la grandeza de aquel lugar, la grandeza del mundo, de la vida, nos elevaba también a nosotros a ese estado de majestuosidad. Ahora, con la bufanda tapando mi boca, los guantes enfundando mis manos y sujetando a mi hijo sobre un brazo, nos situamos frente a él, impasible al paso del tiempo, al sol y a la lluvia. Impasible a los hombres, los pocos que ahora habitaban aquellos islotes, incluso a aquellos que no quedan impasibles al verlo allí de pie frente al mar. Es veintitrés de enero, el viento sopla fuerte, embraveciendo el mar que moja el ambiente dándole un olor a sal. El viaje en barco es largo hasta aquí. Mi hijo balbucea soñoliento por el frío y la obscuridad que se viene sobre nosotros como una manta gris que aspira a cubrirnos completamente. Hoy no hay colores naranjas ni púrpuras. Hoy no hay fuego en el cielo. Sentimos las primeras gotas de aquel llanto de nube que empieza a mojar la construcción y a nosotros también. Una gaviota nos sobrevuela en busca de refugio, aquel que encuentra en el arco de la torre, a cubierto bajo el balcón. Martín la señala entre balbuceos, sin prestar atención a la lluvia que empieza a calarnos los huesos. Un relámpago cruza el cielo iluminándolo y haciendo vibrar la tierra bajo nuestros pies con un trueno ensordecedor. Martín me estrangula asustado. Las historias de los fareros que habitaban aquel lugar inhóspito, allá por la mitad del siglo XIX, empiezan a surcar mi mente. Me transporto a la construcción del faro, a la cena del primer farero en la más absoluta soledad, al valor navegante del Capitán Bosch, a la proliferación de la vida en la isla, al abandono del faro y rehabilitación posterior, a los turistas perdidos que se adentraban y se adentran en la isla para contemplarlo, a la llegada de los cuarteles de penumbra y soledad, a un hombre y un niño andando alrededor de la isla para encontrarse con él, a mí con papá, a los dos de la mano mirándolo, esperando que, de un momento a otro, la linterna comenzase el giro que iluminase la noche. Vuelvo en mí, sobresaltado, cuando el faro ha comenzado a funcionar. Sopla el viento pero la lluvia ha cesado. Martín duerme asido a mi cuello. Abro la bolsa que aguarda junto a nosotros en tierra y saco el recipiente que nos ha acompañado durante todo el trayecto. Lo abro. El viento ruge fuerte, huracanado, en el mismo momento en que vacío al aire el contenido del recipiente, que vuela por los aires, arrojado por las fuerzas de la naturaleza, a saber a qué lugar, «seguramente al mar», pienso, quién sabe. Aprieto fuerte a Martín contra mi pecho mientras imagino el viento coloreado de gris ceniza alejándose al infinito. Echo un último vistazo al faro, la nostalgia me embarga. Atisbo a la gaviota, inmóvil, en el arco. Paso a paso abandono aquél lugar con mi pequeño rendido al sueño y yo a la melancolía. El sendero es difuso por la obscuridad. En uno de los giros de la linterna del faro, logro atisbar, en el cielo negro iluminado, la figura de una gaviota que nos acompaña hacia el muelle desde las alturas.

FOTO Título: Obra Picasso on the Beach de Diego Santosincluida en la publicación «Derivas«

“DERIVAS. Extravíos en la ciudad del paraíso” es un proyecto creado y dirigido por Vicky Molina y Lidia Bravo

Vocalía ACCIÓN LITERARIA

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